Leáse con urgencia

Tribuna universitaria

Las investigaciones recientes demuestran que el cerebro necesita unos 23 minutos para centrar su atención de nuevo tras una distracción

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Léase con urgencia / Daniel Rosell
Luisa Lesage Gárriga - Profesora ayudante doctor de Literatura Griega de Época Imperial de la Universidad de Córdoba

22 de diciembre 2024 - 06:59

Córdoba/Las películas antiguas nos aburren, por ser lentas. Las series se cancelan tras una temporada, por no haber tenido éxito inmediato. Un reel de 20 segundos lo pasamos, por ser demasiado largo.

En una sociedad devota a la inmediatez y el alto rendimiento, no tenemos tiempo que perder. Cuanto más ocupado parece estar uno, más productivo parece ser. Y el sentido de urgencia imperante contribuye a dar una falsa impresión de éxito. Esta urgencia, que nos llega desde el mundo corporativo, se ha ido instalando cómodamente en el mundo académico.

De repente, todo es urgente. En las tareas del día a día, por ejemplo, se reciben mil correos que revisar y documentos que cumplimentar, se convocan reuniones y tutorías, se proyectan eventos que gestionar y coordinar; todo, sin excepción, debe ser atendido con inmediatez. Contestar un correo electrónico en las horas que siguen ya no es suficiente eficacia, ahora se pide el Whatsapp, que es más rápido. Hace apenas unas décadas el email revolucionó el mundo laboral en eficiencia y productividad, pero necesitamos más y lo necesitamos más rápido. Y lo que la gente no parece comprender es que es más rápido para ellos. Para el que recibe el Whatsapp, que estaba centrado en una tarea diferente y debe pasar a centrarse en una nueva y luego retomar la anterior, no lo es. De hecho, las investigaciones recientes (Universidad de California en Irvine) demuestran que el cerebro necesita unos 23 minutos para centrar su atención de nuevo tras una distracción.

La administración también está asimilando esta falsa urgencia, estableciendo plazos poco realistas. Los calendarios académicos incluyen procesos que se superponen, imposibilitando al profesorado cumplir con todos los plazos sin error y afectando, en ocasiones, al alumnado. Por ejemplo, para que el alumnado de máster pueda defender su TFM debe tener todas las asignaturas aprobadas y las actas cerradas. Problema: el plazo para cerrar actas es posterior al plazo para depositar el TFM. Los complementos autonómicos que, siendo anuales, no se habían convocado en seis años, se han publicado en septiembre con plazo de solicitud de 14 días: apenas suficientes para poder cumplir con los requerimientos del proceso. No podía haber plazo menos realista ni más inconveniente para el docente-investigador, que se pregunta algo desconcertado cuál es el motivo de las prisas con las que se lleva a cabo esta convocatoria.

No sorprende, quizá, que la rutina diaria y la burocracia hayan caído presas de la falsa urgencia, pero es más preocupante que la investigación misma esté sufriendo este acoso y derribo. Si a J. J. Thomson y J. Chadwick les hizo falta 11 años para demostrar su teoría de que existe un agente neutralizador en el átomo, esa cantidad de tiempo para obtener resultados sería hoy en día casi impensable. Estos deben estar proyectados y prácticamente descubiertos antes de solicitar financiación para un proyecto. En 2020 se solicitó un proyecto con Fondos Feder, estructurado en dos años con diseminación de resultados distribuidos en un congreso y una publicación por año: el proyecto fue concedido, con retraso, para un año únicamente, pero con compromiso de cumplir todo lo propuesto. Y así se hizo, dos congresos y dos publicaciones en el plazo de un año, con apremio y estrés y miembros investigadores exhaustos.

Los resultados de una investigación llevada a cabo en este sistema desde luego no son los mejores. O que se lo digan al artículo publicado en la prestigiosa editorial Elsevier (tras pasar por un cuestionable proceso de revisión, probablemente llevado a cabo también con prisas), cuya primera línea leía la propuesta de respuesta sugerida por un programa de IA: “Ciertamente, aquí tienes una posible introducción para tu tema”. Después del escándalo, por supuesto, la editorial retiró la publicación. Vaya por delante que no todos los académicos recurren a prácticas poco éticas, pero la presión de hacer mucho y pronto es incesante.

Lo cierto es que en la mayoría de estos casos no se trata de urgencias reales, sino de una falta de planificación adecuada. Cuesta, por ejemplo, creer que en la implantación de un nuevo máster los organizadores no supieran que se iba a requerir de guías docentes (documentos obligatorios en todos los estudios oficiales) y solicitaran, apurados, al profesorado su creación desde cero con plazo de entrega de dos días.

Estas supuestas urgencias son todavía menos comprensibles si se tiene en cuenta la cantidad de herramientas a nuestra disposición en la actualidad. Herramientas que prometían reducir la carga y ahorrar tiempo para devolvernos control sobre nuestro trabajo, más bien parecen favorecer que más tareas encuentren un hueco en nuestras agendas, potenciando la urgencia de su resolución, para dar cabida, a su vez, a nuevas labores. Ya en 1995, el protagonista de Antes del amanecer reflexionaba sobre esto: “No veo a nadie diciendo con el tiempo que he ahorrado usando mi procesador word, me voy a ir a un monasterio zen a pasar el rato”.

La realidad es que ese tiempo recuperado se ha perdido igual de rápido, y los académicos están saturados, no por la dificultad intrínseca de su trabajo, sino por la carga mental constante de que todo debe ser resuelto ya, por la expectativa de que deben estar disponibles al momento para todos los que soliciten algo de ellos, y por un sentimiento de desastre inminente si no se alcanzan los objetivos y plazos establecidos, por muy poco verosímiles que estos sean.

Pero no me entrego más, tengo cosas urgentes que atender.

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