Un legado intangible
La Unesco ha reconocido el patio de la convivencia y la acogida con olores a puchero para todos, a jabón de sosa y a madre compartida · Son museos vivos que expresan el orgullo de ser de Córdoba, del Sur acogedor, a compartir vida
CÓMO explicar que un patio de Córdoba no es un conjunto de flores en mayo; que la fiesta es sólo un arrebato puntual y el patio es la implosión eterna, la que impregna el epitelio, lo sensorial, desde la gestación hasta el último día.
Un patio en Córdoba es una emoción, la forma de nacer físicamente a la vida y a un modo de vida; un medio en donde reconocer mucho más allá de abriles y primaveras, de tiestos azules y rejas floridas, de escenario de coplas y tópico andaluz. Porque en sus genes y en su sentir van los de Egipto, Siria, Grecia, Fenicia o Roma. Todos notarios, sin fronteras ni tiempo, de esta nueva cultura para algunos; ancestral, cotidiana, esencial y consustancial al origen del ser y el estar cordobés.
Un patio cordobés es una abstracción, un cúmulo de sensaciones insaciables que se renuevan y se adivinan detrás de cada esquina, frente a la portada señorial que promete el de los palacetes, las casas encantadas y los conventos. Escenarios de leyendas y tantas veces platós; suntuosos zaguanes y rejas andaluzas que dejan entrever las tazas de mármol, a menudo plagadas de flores, como nadadoras multicolores que rinden homenaje a los surtidores de Al-Ándalus; arcadas, celosías y balaustradas, maderas nobles de linajes feudales; rincones de inspiración y de esperas, en donde todavía lucen las mesas de caoba sobre las que trasnocharon los poetas y escritores de Córdoba; las mecedoras de rejilla en donde se soñaron y lloraron amores, y los bargueños bicentenarios guardianes de secretos eternos. Patios de mármol y azulejos vidriados; de incienso y capuchinas a media luz; de fuente discreta y visillos de alcobas inabordables.
Un patio de vecinos es igualmente un palacio sin servidumbres ni rangos; sin enchinados ni escudos nobiliarios, con habitaciones que todo lo guardaban en un solo espacio minúsculo. Es el patio que se adivina por las callejas de Santa Marta y Santa Marina; el patio de la convivencia y la acogida, con olores a puchero para todos, a jabón de sosa y a madre compartida. El mismo patio de las mañanas de las Siete Revueltas, el Pozanco, San Basilio, el Campo de la Verdad o Los Olivos Borrachos; el patio del recuerdo, el de la plaza de Vallina, el de la Casa de la Fuente, el de los primeros rayos de luz que se busca en la despedida de toda luz. Es el patio que huele a roscos, anís y a pestiños caseros; a sonidos de cristal tallado y cuchara de aluminio en Navidad acompasado por el almirez, la zambomba y la voz ronca del cantaor o, quizá, la de la muchacha de timbre más claro que, como en los viejos harenes, sigue renovando la costumbre de cortar la uñas al recién nacido. Son los patios-escuela de la libre enseñanza en la lengua de las miradas y los gestos; de los primeros juegos niños y la última inocencia; de la medicina casera en la manzanilla para los ojos y la tila para el sueño; de la hierbabuena para engañar los sopicaldos y el jazmín para ahuyentar los mosquitos; de los cuentos y los refranillos al sopor de las noches de verano compartidas; el de las primeras palabras saboreadas como el vino, de forma lenta, y que como él dejan el regusto y el deseo de repetir. De transmitir.
El patio es el rincón íntimo, el gineceo, el origen de la consciencia de ser y pertenecer a un humus hondo, ancestral, recóndito, lejano e inabordable, salvo en el sentir. Es el museo vivo que será por siempre la herencia de esa nueva generación que, como la Historia, repite ciclos y vuelve al núcleo para proclamarse de Córdoba, de patios y del Sur; de este Sur cordobés sin clanes ni fronteras, abierto y acogedor siempre al viajero o al extraño. Aunque no sea mayo.
Porque hablar de Patios de Córdoba es hacerlo de generaciones, de vínculos que entroncan más allá de la familia tradicional de ahora. Es hablar de abuelos, padres, hermanos, y, sobre todo, de gentes sin sentido ni lazos de genes, que siguen compartiendo en muy pocos metros la ilusión y el dolor. Lo hicieron, aún sin saberlo, en torno a una cocina de carbón o un petromax, de un solo retrete o una pila compartida. Son un medio que adecúa la vida con la constante presencia de la muerte. Son la perenne alusión a lo que somos y de dónde venimos. El espacio que se alegra con la llegada de una nueva vida, el que celebra el amor y engalana la muerte de flores. El que guarda en el recuerdo la habitación principal, la de la calle, esa estancia-escaparate que lucía en otro tiempo el altarillo de Semana Santa, la Cruz de Mayo, el ajuar de las mocitas casaderas y los ataúdes blancos de los niños y de la novia que inspiraba cuadros costumbristas; el patio de las posadas y el flamenco, el de los cordeleros, los lineros, los alfayatas o el corral de los bataneros; el pan y los oficios de Córdoba, unidos inexorablemente al patio y la silla de anea; el patio de la maestra miga donde las niñas cosían sus primores y el de vecinos donde sentían sus primeros amores; la sombra de la parra y el zumbido de las avispas en siesta y el blanco de la dama de noche abriéndose bajo la plata de la luna.
Un patio cordobés son los instantes distintos de las fechas repetidas. Navidades, semanas santas, sanrafaeles, bodas, loterías, desahucios, alegrías, muertes o bautizos: la vida y mucho más.
Los cordobeses y aquí ya se sabía; el patio es mucho más trascendente que un lugar en donde vivir y pasar los días. Va más allá. Huyendo de aromas, colores, fiestas y mayos, que también, sigue siendo un referente que distancia y determina la frontera intangible entre la Córdoba sensorial y el resto.
Los Patios de Córdoba dan fe de la genética que destila el recuerdo; la constatación de la necesidad; los vínculos más allá de la familia estricta, de la que no se impone sino que se elige y que probablemente sea la que nos hace diferentes.
El patio renovado, repetido, añorado, se alza por entre el urbanismo del nuevo milenio, con formas distintas y, aún así, destilando el mismo sentir. Y si no, se perderá la memoria, el principal baluarte en donde asir unas señas de identidad únicas: más cercanas, acogedoras e intimistas; señas identificadoras del origen y la condición humana, en donde mirar y mirarse como en el agua quieta y profunda del pozo que sigue nutriendo sus pilas de granito y cal.
Hoy, los Patios de Córdoba se abren generosos a Europa, porque sin ellos el Viejo Continente se vería más huérfano de Historia.
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