La morena de la copla más popular y la tragedia íntima
Cordobeses en la historia
María Teresa López González vino de Buenos Aires, y el pintor de la mujer morena la convirtió en la cordobesa más universal · Su rostro fue el reverso de los billetes pero pasó su vida en la pobreza

NO corrían buenos tiempos en España cuando Inocencio López y su mujer, Teresa González, heredaron una pequeña fortuna que decidieron invertir en las américas. Así fue como aquella pareja de cordobeses embarcaron, junto a otras familias, canarias, gallegas, vascas o andaluzas, desde las costas de Fisterra, Lisboa, Gibraltar o Cádiz, camino de La Habana, Caracas o, en este caso, Buenos Aires.
Allí, en uno de los años en que más barcos de inmigrantes (legales y clandestinos) debieron cruzar el Atlántico, nació María Teresa, la niña que con el correr del tiempo eternizarían los pinceles de Julio Romero de Torres y los papeles marcados con cien pesetas, procedentes de la Fábrica de Moneda y Timbre de la España de la copla. Era un 11 de septiembre de 1913, año en que el pintor cordobés realizó uno de sus cuadros cargados de mayor erotismo: El pecado.
A María Teresa la trajeron hasta Cádiz, a bordo del Victoria Eugenia y luego a Córdoba. Tenía 7 años, según ella. Aquí, la familia se instaló en una casa que la abuela tenía en San Pedro, lindero con la plaza de la Corredera, de visita obligada para las muchachas del barrio y para el pintor de la plaza del Potro.
Contaba que el conocimiento entre ambos vino a través de la familia -y no por la otra vía, muy habitual en Romero de Torres, del acecho continuo en busca de nuevas bellezas que llevar a su galería-. Otras veces decía que fue una de las sirvientas de la casa del Potro quien, prendada de ella, la llevó al pintor. Sea como fuere, parece ser que comenzó a posar para él, siendo todavía una adolescente y, como a Amalia la gitana y a tantas otras niñas pobres, le pagaba por ello tres pesetas.
Eran los últimos años de un Julio ya deteriorado por la bohemia madrileña más noctámbula y farandulesca, de la que huía de cuando en cuando, para refugiarse en la Córdoba de la santa y paciente esposa, la casa y la vida familiar, las tabernas y las sesiones de posado que, a muchas de sus modelos -como en el caso de María Teresa- se le hacían eternas, entre miradas de deseo que, a decir de ella, sintió lujuriosas en más de una ocasión.
De aquellas jornadas salieron conocidos y cotizados cuadros con la niña del brasero como protagonista: Mujer de Córdoba, Carmen, Niña de la Jarra, Bendición, Ángeles y el que quedó sin terminar, donde la plasmó vestida de monjita.
Dicen que el pintor llamaba "chiquitas" a las jovencitas y ese fue el alias con que Córdoba comenzó a conocer a la modelo, a partir de La chiquita piconera, la última obra acabada, en 1930, precisamente el año del fallecimiento del artista. Para entonces, la rumorología provinciana y la inspiración literaria, convertían a su última musa en protagonista de coplas y críticas de las que nunca pudo desprenderse: Te voy pintando y pintando/ a la orilla del brasero/ y la vez me voy quemando/ de lo mucho que te quiero/…Válgame San Rafael/ tener el agua tan cerca / y no poderla beber.
Puede que aquel cuerpo moreno de brillos satinados no se fundiera con las manos del pintor más allá del la magia del arte; pero quedó en la biografía de la muchacha como una mancha de pecado de la que nunca la eximieron, ni siquiera el que fuera por un tiempo su marido, al que abandonó cansada de actitudes violentas que, en aquel tiempo, todavía se asociaban a los celos y al exceso de amor.
En 1929 la había pintado para el famoso anuncio de Bodegas Cruz Conde y la plasma también en Fuensanta, el cuadro que se reprodujo luego (en el año 1953) en los billetes de cien pesetas. Sería el mismo subastado en la galería londinense de Sotheby's en noviembre de 2007. Ni por esa imagen ni por la de la publicidad de vinos y licores, cobró nunca un céntimo, aunque en el caso de las Bodegas Cruz Conde lo intentara. Quizá fuera esa cuestión y algunas más las que, a principios de los años noventa del pasado siglo, en un piso de la calle Doctor Fleming la hacían mostrarse tan silenciosamente resentida con la ciudad donde quemó sus días, plagados de ingratitud.
La calleja de las Comedias o alguna venta de la avenida del Brillante, guardan los secretos mejor custodiados, del tiempo de su madurez. Y ya nunca se sabrá si -en el argot de la copla- "fueron las malas lenguas las que le dictaron la sentencia" o fuera la fantasía popular. Pero no fue al pintor al único que se le atribuyeron amores que quizá nunca fueran, o sí.
Aquella argentina, que se quedó en la historia de la pintura universal como prototipo de mujer cordobesa, pasó sus últimos días en un asilo de Palma del Río. Murió tan pobre, tan triste y hermosa como lo había estado siempre y un poco más feliz, desprendida involuntariamente de muchos de sus recuerdos.
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