¿Por qué morir a uno mismo?
Tribuna de opinión
Vemos el empeño de algunos por quitar las cruces de las calles. Hay deseos de secularización
Me llamó la atención ver hace poco una nave industrial de un pueblo cercano transformada en un gimnasio. La industria del cuerpo sano está en auge. Se ve que el sacrificio, el esfuerzo, el sudor hasta el agotamiento que tonifica el cuerpo está valorado. Tampoco son escasos los anuncios ofreciendo operaciones para reducir peso, estirar la piel, implantar cabello, incluso para arreglar una nariz, dietas… vemos positivo el esfuerzo físico y económico para tener un cuerpo sano y atractivo.
Por otra parte, no gusta oír hablar de cruz, de sacrificio. Vemos el empeño de algunos por quitar las cruces de las calles y edificios. Hay deseos de secularización, de concebir la vida al margen de Dios y sobre todo de la religión, de la Iglesia Católica. Pero también es incomprendida la cruz por muchos creyentes. Concebimos la vida color rosa, nos parece que el esfuerzo, la contrariedad, los reveses son frustrantes, no nos los merecemos y, por lo tanto, huimos de ellos. Nos gusta la vida de cuento: bella y tranquila
Por las noticias que recibimos nos damos cuenta de que se va diluyendo la imagen del hombre, de la especie humana. Corremos el peligro de perder nuestra identidad y, perdido el hombre se pierde la sociedad. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma unos griegos le dicen a Felipe que quieren ver a Jesús. Pocos días después Pilatos dirá: “¡He aquí el Hombre!”, mostrando al Cristo desfigurado por el maltrato. Jesús es el hombre perfecto, el modelo, quien nos enseña lo que somos. Él nos salva y restaura desde la Cruz.
Si queremos entender al hombre, si queremos verle como el que ama y es amado, no podemos prescindir de la cruz. “En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna”. Entretejer los juncos de nuestra vida, capacitarnos para el ejercicio del amor, ponernos en función “amor” exige lucha, entrenamiento, purificación de tantos egoísmos que son como espinas que ahuyentan a los demás. Necesitamos una buena poda.
¿Por qué morir a uno mismo? Para ser fecundo, para dar fruto. Si el grano de trigo se resiste a ser enterrado, a germinar y dar vida, se puede conservar intacto, pero solo; y con el peligro de que se lo coman los pájaros. Morir a nuestros egoísmos, a nuestra comodidad, podar las espinas que pinchan nos acerca a los demás. Hace factible la convivencia. Nos hace amables, queridos. No podemos ir por la vida flotando con nuestros sueños de grandeza, dando pábulo a nuestras quimeras: que si soy más listo, más trabajador, mejor… Tampoco yendo de víctima: recordando las heridas recibidas, pasando factura por nuestros servicios, lo bien que nos hemos portado y, en cambio…
“Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. Jesús atrae, hace nuevas todas las cosas subido a la Cruz. Su muerte genera vida. Es fácil decir a los demás lo que tienen que hacer, renegar de nuestra mala suerte. Echar en cara a la esposa/o, padre o madre sus defectos. Pero esto es estéril, no sirve de nada. Lo eficaz y honrado es ver cómo podemos mejorar nosotros, qué más podemos hacer. Pisotear nuestro orgullo y reconocer que lo podemos hacer mejor. Esto es morir a nuestro ego, a nuestra imagen. Así nos elevamos y atraemos a los demás. Así se arreglan los conflictos, comenzando por uno mismo.
Decía Benedicto XVI: “Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: “Si alguno me quiere servir, sígame”. No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su vocación. Es la “ley” de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la “lógica” de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy. “Odiar” la propia vida es una expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse”. También en el gimnasio perdemos para ganar, en el trabajo nos esforzamos para servir.
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