La poética del paladar
Una confortable sala de El Churrasco, templo del buen comer, acoge el primer encuentro de un ciclo de tertulias y charlas dedicado a la gastronomía cordobesa
Dejó escrito Marco Tulio Cicerón, que no era precisamente un pardillo en ese arte supremo que es vivir, que "el placer de los banquetes debe medirse no por la abundancia de los manjares, sino por la reunión de los amigos y por su conversación". Y de acuerdo hay que estar con ello, ¿por qué quien se atreve a objetarle a Cicerón? Faltaría. Pero aún así, por qué no, se pueden unir todos los ingredientes y juntar comida deliciosa, charla chispeante y clima fraterno. Mesa y sobremesa, dos placeres. El lugar elegido para ello: el restaurante El Churrasco, uno de los emblemas de la gastronomía cordobesa. El objetivo: iniciar, ahora que Córdoba consume su Capitalidad Iberoamericana de la Cultura Gastronómica, un ciclo de tertulias y análisis dominicales sobre la cocina de esta tierra. Por supuesto, desde la libertad más absoluta, desde los recuerdos, desde la cultura y de forma distendida. Para ello este diario reúne a una terna con solera: Rafael Carrillo, propietario de este templo culinario; Matilde Cabello, escritora de sensibilidad delicada y gran memorialista de Córdoba y sus gentes; y Carlos Clementson, poeta desbordante, celebratorio, en cuya personalidad se extiende el barroquismo gongorino. Tras tres horas de comida y conversación en saloncito privado de tonos claros se sale a la calle, a los primeros fríos de noviembre, con una sensación muy precisa: que la comida cordobesa refulge en este siglo XXI, que tiene un gran futuro y que en Córdoba los fogones y la cultura van de la mano. Y que el éxito culinario de esta tierra se ha ido cocinando poco a poco, a su amor, como un cocido puesto a la lumbre en un viejo puchero.
Al calor de la mesa sale la antigua Córdoba gastronómica, la actual y la del mañana. Y Clementson, en un momento de la charla, lo deja claro con su voz poderosa: nunca el boom actual de la cocina cordobesa "habría sido posible sin El Churrasco y El Caballo Rojo, que lo revolucionaron todo". Corrían los años 70 cuando ambos establecimientos comenzaron a ganar fama y a colocar a Córdoba por vez primera en el mapa culinario de una España en la que parecía durante décadas que sólo por el Norte se sabía cocinar. "Al Sur no se le estimaba en lo culinario, se pensaba que era una tierra de frituras y de poco más", cuenta el también profesor emérito, ya jubilado, de la vecina Facultad de Filosofía y Letras, frontera a El Churrasco. ¿Pero comenzaron ambos restaurantes y sus impulsores, lo históricos Rafael Carrillo y Pepe García Marín, de la nada? Evidentemente, no. Como explica Matilde Cabello, ellos condensaron una tradición que guarda rastros del pasado musulmán y sefardí, judío. Viejos recetarios y gustos, productos como el aceite de oliva o las especias del terruño, que se fueron aquilatando en las cocinas domésticas gracias a mujeres laboriosas que se transmitieron sus costumbres de madres a hijas. Mari Rodríguez, la esposa del propio Carrillo, la gran inspiradora de los manjares de esta casa de comidas que se abrió en el ya lejano 1970, es un ejemplo vivo de ello. Gran cocinera, lo aprendió de su madre. Y sin ella, y sin otras miles de mujeres anónimas, no sería posible que la ciudad hubiese alcanzado la brillantez actual. Matilde Cabello lo tiene clarísimo. La poeta, para reafirmarlo, recuerda que la receta más extendida del rabo de toro a la cordobesa la creó una mujer, la hermana del buen torero decimonónico Antonio de Dios Moreno, conocido en los ruedos como Conejito. "A los familiares de los diestros les regalaban los despojos de las reses del Matadero y ella, que tenía una venta por La Corredera, perfeccionó este guiso" hasta convertirlo en un santo y seña irrenunciable de la gastronomía de esta ciudad. Nunca le estarán suficientemente agradecidos a esta buena y sabia mujer los que aman este guiso tan suculento y gelatinoso.
Muchos son los que dicen también que durante las primeras décadas de la dictadura en Córdoba no se comía en la calle. Leyenda vieja es ésa, que Rafael Carrillo, mientras corta y reparte cuñas de tortilla de patatas a sus invitados, desmiente con su memoria elefantiaca. Habla de viejos bares, de viejos restaurantes, de viejas tabernas en las que sí se comía, y además bien. La Casa de Miguel Gómez, por ejemplo, en la estrecha calle Marqués del Boil y a la que acudía Manolete, perfil narigudo y eterno, con sus amistades en los años 40. O el Bar Imperio, de la calle de la Plata, o el Hotel Simón. Carrillo, memorioso, recita en hilera menús completos de Pepe Jiménez Aroca en el primer Pepe de la Judería, donde se sucedían sobre la mesa la tortilla paisana, la merluza rellena, el rabo de toro, el morcillo estofado y un pescado frito "insuperable", que bañaba en leche antes de enharinarlo y freírlo en aceite de oliva muy, muy caliente. Y evoca el ambiente gastronómico del Casco Histórico en tabernas como Los Califas, donde iba la crema del flamenco, La lechuga frita, El Mesón del Conde o Casa Don Manuel. Y la cocina de Casa Minguitos, en San Lorenzo, donde él echó los dientes como camarero y donde en los 50 se servían conejos en salsa, pajarillos fritos por docenas, callos, zorzales, manitas de cerdo o gachuelas de menudillo de pollo. Queda claro que hubo un ayer, aunque con sus matices, por supuesto. Pero nada nace de la nada.
Clementson, mientras comienza a degustar unos níscalos de la Sierra cordobesa con ajito y perejil, pura ambrosía micológica, recuerda que en la casa de su familia había cocinera, que preparaba estupendos asados de cordero por influencia de la abuela del poeta, que era de Murcia, su otra tierra. Lo de las cocineras era cosa común en las casas de cierto fuste y en cierto modo con ello se limitaba el desarrollo de las tabernas y restaurantes. "Cuando un cocinero brillaba llegaba el marqués fulanito o El Tío del Queso -mote con el que se conocía al acaudalado López Laguna- y se lo llevaba a su casa", recuerda Rafael Carrillo de aquellos años. Hasta los 70, en todo caso, se puede hablar de una etapa previa de la cocina cordobesa antes de su entrada en la modernidad, que se desarrolló al mismo tiempo que la ciudad comenzaba a expandirse y a desarrollarse gracias al turismo, a su hoy añorada y pujante industria y al avance del conjunto de una España que salía de décadas difíciles.
Ahí, en ese contexto, emergen El Caballo Rojo, al principio en la calle Deanes, y El Churrasco, en la calle Romero, lugar en el que sigue impertérrito. La historia de éste último resulta conocida para la cordobesía de cierta edad, pero no deja de ser curioso que lo que comenzó siendo en su inicio un mesón modesto se haya convertido con el pasar de los años en un restaurante de gran tamaño, con preciosa bodega que emana un exquisito olor a Montilla-Moriles, y en una hospedería. Da trabajo a 50 personas en su conjunto. Camareros de lujo, por cierto, con un estilo propio, que mezcla cercanía, eficiencia y exquisita educación, una marca de la casa. Al final, se deduce que el éxito de un mesón en el que acabaron comiendo incluso los Reyes de España y por el que han pasado cientos de personas ilustres se debe a la creatividad y laboriosidad de un matrimonio que reinventó la cocina local aprovechándose de su recetario tradicional y de las maravillosas materias primas que ofrece una provincia de variadísima geografía. A Clementson, por ejemplo, le maravilla "que Carrillo reinventarse el churrasco argentino, que por aquí era cosa extraña, foránea, para hacerlo a su modo" sobre ascuas de carbón de encina y con carne de solomillo ibérico de Los Pedroches en vez de con carne de vacuno, a lo que le añadió sus hoy famosísimas salsas verde y roja.
El hostelero, mientras que un camarero trae a la mesa un plato de riñones de cordero, reconoce que el origen de todo "fue modesto", con 50.000 pesetas de la época y un pequeño crédito, tratando de aprovechar para las carnes las virtudes de una de las viejas cocinas económicas de carbón que comenzaban a dejarse de usar en los restaurantes de la época y ofreciendo asimismo platos que su mujer bordaba como el salmorejo, las berenjenas fritas o la tortilla de patatas, gruesa y esponjosa, con huevos de campo y aceite de la tierra, una delicia nuestra y universal. Carrillo recuerda que incluso su padre hacía bromas de tan extraño nombre: El Churrasco. El éxito fue tal sin embargo que servían solomillos a la brasa incluso en los capot de los coches que había aparcados en la puerta, algo así como lo que ahora ocurre con la tortilla del Bar Santos de la Mezquita. El empresario, por supuesto orgulloso, bromea diciendo que las carreras de sus hijos "las he pagado con el dinero que me entró por la venta de berenjenas fritas", tantos kilos no despacharía de tan crujiente manjar. En 1973, sólo tres años después de su apertura, Carrillo decidió "cerrar durante seis meses el local y ampliarlo". "Me aventuré, porque había riesgos", recuerda, y ganó. La reinauguración, tras una reforma en la que participó Rafael Granados como decorador, se convirtió todo un acontecimiento. Y de ahí hasta hoy, crecer y crecer y crecer.
Carlos Clementson, que se incorporaba por aquellos años como docente a la recién inaugurada Facultad de Filosofía y Letras, que se habilitó en el vecino Hospital de Agudos, comió y tapeó muchas veces en este restaurante, donde hacia tertulia con otros profesores, artistas e intelectuales al amparo de un solomillo compartido. Para el poeta el paso más significativo que se dio por entonces con este establecimiento fue que "comenzó a comerse buena carne en una ciudad en la que hasta entonces no era así". La receta cárnica sempiterna hasta aquel momento era la del bistec adobado con ajo y perejil y luego empanado, y de eso apenas se salía. Carrillo explica que se fue a Madrid en busca de proveedores y que recogía la carne de vacuno que le llegaba del Norte de España "a las cuatro de la mañana en la estación de autobuses". Ahora, sin embargo, buena parte de su suministro no sólo de cerdo sino también de ternera procede la comarca cordobesa de Los Pedroches, una auténtica alacena de Córdoba capital que, según explica Carrillo, ha evolucionado muchísimo en cuanto a la cría de vacuno con técnicas y alimentación tradicionales.
Mientras esto ocurría en El Churrasco, poco más abajo, en la calle Deanes, Pepe García Marín, otro pionero que todavía resiste los embates de la vida aunque sujeto a los achaques propios de su edad, llevaba a su Caballo Rojo por la senda del éxito y comenzaba a experimentar con el legado andalusí hasta darle a la cocina cordobesa una singularidad que entroncaba perfectamente con una de las etapas más refulgentes de su pasado. Figura esencial en la evolución culinaria de aquel momento fue la del filólogo, sacerdote jesuita y gran gastrónomo Feliciano Delgado, natural de Belalcázar y fallecido en 2004, que con sus muchas lecturas aportó grandes ideas y sirvió de estímulo para avanzar con una base sólida e historiada, mirando al mismo tiempo al pasado y al futuro. "Lo llamaban de toda España para saber el origen de tal o cual receta, y él sabía muchísimo; además, cuando no lo sabía se lo inventaba con mucho arte", cuenta Rafael Carrillo entre risas. También ayudó con sus pesquisas librescas el canónigo Manuel Nieto Cumplido.
Cuando el almuerzo entra en su zona noble, en los segundos platos cárnicos y consistentes, Carlos Clementson parece caer en trance y afronta su solomillo con cierto aire litúrgico, ceremonial, que le aporta a su rostro algo así como un tono de arzobispo salobre. "Da gusto verte comer", le dice Carrillo, que lo conoce desde antiguo. Y el poeta sonríe beatífico mientras reparte salsa con minuciosidad y parsimonia de relojero viejo. La tertulia se entretiene entonces en recordar la fuerte vinculación que El Churrasco tiene con la cultura cordobesa. Por aquí venía el poeta Juan Bernier, "un hombre telúrico al que le fascinaban los chorizos de Espejo y el lomo de orza" y que se pasaba las horas leyendo en una mesita de la entrada mientras untaba el pan de salsa picante. O José Hierro, bebedor riguroso, al que le encantaba que le sirviesen al término de la comida un cóctel de ginebra, de la alegría lo llamaba él, con naranjas amargas que un camarero se encargaba de traer del Patio de los Naranjos. De Vicente Núñez recuerda Matilde Cabello que siempre fue de poco comer y que, entre medio y medio de Montilla, se conformaba con un par de cucharaditas de lentejas, su guiso predilecto. Y de Pablo García Baena también se comenta que siempre ha sido hombre de hábitos frugales. "Yo no sé si come, porque nunca lo he visto comer", dice Clementson con sonrisa divertida, aunque cierto es que sus ricos poemas sí que aparecen muchos dulces monjiles, conventuales. De Ricardo Molina, otro de Cántico, el autor de las Elegías de Sandua, recuerda Carlos que era un perolista vocacional, voluntarioso en los misterios del sofrito, pero que los esforzados resultados de sus domingos culinarios en Trassierra no convencían a su amigo y pintor Miguel del Moral, que, con tradición hostelera en la familia, sí que sabía de cocina y pucheros.
Rafael Carrillo, orgulloso de la historia de su restaurante, saca a estas alturas del almuerzo el libro de visitas, que da para un reportaje aparte, para un documental. Anécdotas de premios Nobel como Octavio Paz, o de Luis Rosales, o de cuando Omar Sharif estuvo rodando en Almodóvar la serie Los Dardanelos y cenó en esta casa durante 15 días seguidos, o de Rafael Alberti, o de Rafael Botí, o de Pedro Bueno, de Antonio Gades y los cocidos que se metía entre pecho y espalda, o de Emilio Naranjo, o de Paco Rabal, o de El Cordobés, o de El Pele y Sabicas y una larga noche de farra flamenca, o de Gala, o del Rey Juan Carlos, o de casi cualquiera que a usted se le ocurra. Cuarenta y cuatro años de comidas dan para mucho.
Llegan así los postres y los cafés, la hora de la sobremesa y la de la despedida. Como fin de fiesta, algún comensal opta por leche frita flambeada con anís ruteño Machaquito, el eterno Machaco. Cosa seria, de verdad, cosa seria. Lo mejor para el cierre quizá sea una reflexión de Matilde Cabello, que recuerda que la cocina cordobesa es una de las más variadas y ricas de España pues se apoya en las materias y tradiciones de una provincia que le aporta muchas cosas a la capital. De ahí el boom. "Cuando estoy fuera llega un momento en el me aburro y echo de menos lo nuestro, porque aquí hay diversidad", dice. Clementson reivindica a su vez los guisos cordobeses, pues entiende que estamos a la altura de cualquiera en cuanto a platos de cuchara. Especialmente, el cocido, al que los garbanzos de la Campiña le aportan fundamento. "El garbanzo es la clave, porque gracias a él seguían adelante las legiones romanas", dice el poeta. Para concluir, se apunta a la charla unos minutos Rafael Carrillo hijo, responsable de El Churrasco desde la jubilación de su padre y uno de los no pocos cocineros y hosteleros cordobeses de edad intermedia que están protagonizando la segunda revolución culinaria de la ciudad. Con algunos se charlará en esta sección durante las próximas semanas. Por lo pronto, Rafael Carrillo despide la tertulia con apostura de gentleman y Clementson recita con voz prodigiosa el plástico poema que la escribió a este restaurante en los 90 y que allí tienen enmarcado. En la calle, noviembre aprieta, y cae la tarde. Cada cual coge su camino. Quedan en el paladar resonancias culinarias y poéticas. Digamos que la poética que habita el paladar. Y la sensación de que hay mesas, y por supuesto literarias sobremesas, que deberían no acabar nunca y ser espacio abierto, franco, para toda la vida.
También te puede interesar