Las prisiones: el ámbito olvidado de la medicina
Humanidades en la Medicina
La falta de médicos en los centros penitenciarios tiene un agravante, y es que no existe relevo generacional
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España cerró el año 2023 con 56.698 presos, 947 más que en 2022, según el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior. Un número creciente que contrasta con el deficiente número de médicos de la sanidad penitenciaria, muchos menos de los que serían precisos, con el problema añadido de que las plazas que van saliendo no se cubren porque, según denuncian los sindicatos, el sueldo es inferior y las condiciones de trabajo más precarias que las de Atención Primaria.
Este desinterés de las administraciones no es nuevo. En el BOE, Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, se recogía que los servicios sanitarios dependientes de Instituciones Penitenciarias deberían ser transferidos a las comunidades autónomas en un plazo de 18 meses, lo que no se ha producido en la mayoría de ellas, pero sí ha marcado una desigualdad regional.
No olvidemos que los médicos de las prisiones son, a modo de la Atención Primaria, los encargados de la atención sanitaria a los reclusos en los centros de internamiento, con la promoción de su salud física y mental, pero, además, mantienen una continua relación con el sistema judicial que puede afectar la vida o la salud de la persona judicializada.
Esta falta de profesionales tiene un agravante y es que no existe relevo generacional, lo que ha originado que la atención en las cárceles sea inestable, en presente y futuro, y solo derive en asistir las urgencias. La sanidad penitenciaria es un beneficio e implementación para la salud de la comunidad; al tratar enfermedades transmisibles, como la tuberculosis o el sida, prevenimos contagios, tanto dentro como fuera de los recintos carcelarios. La situación se complica cuando existe saturación de los centros, donde se produce un progresivo hacinamiento.
Si esta saturación la contemplamos desde que se inició la desinstitucionalización de los hospitales psiquiátricos, bajo la hipótesis de la “transinstitucionalización”, vemos el constante incremento del número de personas marginadas y enajenadas mentalmente que acaban en prisión. La Fiscalía Superior de Andalucía alertaba recientemente de que el 12% de los presos de Córdoba sufre una discapacidad psíquica o un trastorno mental, una cifra que no para de aumentar.
Entre los internos, las principales patologías que podemos observar son la salud mental y las adicciones. El 75% de los internos ha tenido problemas con las drogas, y un 29% tratamiento psicofarmacológico.
Foucault intuía que, cuando una sociedad liberase de su encierro a los locos, la prisión ocuparía el espacio vacío de los manicomios.
Esta aglomeración es un problema de larga data en todo el mundo, donde hay unos once millones de presos, y el 70% son de países pobres. Estas circunstancias han aflorado negativamente con la pandemia del COVID-19, hechos denunciados por el sindicato ACAIP, tanto por la gestión como por las malas condiciones de los centros penitenciarios en nuestro país.
La Asamblea General de la ONU en 2015 dictó las Reglas Nelson Mandela destinadas a garantizar los derechos humanos a los presos. Basándonos en estas reglas, nuestro objetivo humanitario como sociedad sería: reducir las tasas de enfermos mentales en prisión, ya que el tratamiento que se puede ofrecer es inadecuado y, en un ambiente inhóspito, tienen riesgo de abuso por tener menos capacidad de autoprotección y porque el aislamiento es potencialmente dañino al presentar disturbios conductuales.
Los casos de violencia extrema causados por personas con enfermedad mental no son representativos, pero sí muy aireados por los medios de comunicación. Recordemos el caso de la doctora Noelia de Mingo, que mató a tres personas en la Fundación Jiménez Díaz en 2003, en pleno brote psicótico. Estuvo encarcelada varios años. Reincidió en 2021, agredió a dos mujeres con un cuchillo. Una quedó herida grave y la otra herida leve. Fue un caso muy mediático.
Los pacientes que han cometido un delito por causa de su enfermedad mental serían inimputables y el internamiento correspondería en un psiquiátrico penitenciario con el fin de prevenir futuros nuevos delitos por su psicopatía. Estarían tutelados por Instituciones Penitenciarias.
El encarcelamiento tiene un efecto negativo sobre la enfermedad mental y no reduce el riesgo de cometer delitos futuros, además disminuye la posibilidad de una recuperación válida. En España solo hay dos psiquiátricos penitenciarios, uno en Sevilla y otro en Alicante, y este último es el único habilitado para mujeres. Razón por la que la doctora De Mingo se internó en Alicante.
Al haber solo dos centros de este tipo, nos encontramos que si queremos aplicar el concepto de la distancia geográfica como cercanía a su entorno socio-médico-familiar, más favorecedora para su recuperación, vemos que es imposible. En estos centros se trabaja también en la reinserción comunitaria para que sean capaces de su reintegración socio-familiar, con salidas terapéuticas programadas. Cuando se sobresaturan estos centros, los reos pasan a prisiones ordinarias.
Además del personal facultativo, se precisa de una red de atención dual, de salud mental y toxicomanías a nivel comunitario. Otro ítem, no menos importante, sería el poder identificar detenidos con trastornos psiquiátricos, para desviarlos hacia programas donde reciban tratamiento médico.
Según el presidente de la Sociedad Española de Sanidad Penitenciaria, José Joaquín Antón, existen dos tipos de sanidades penitenciarias en España. Por un lado está la de las comunidades autónomas que han hecho la transferencia, como son Cataluña, el País Vasco y Navarra, y por otro lado en las que no se ha aplicado la ley, con lo que la atención de la salud es completamente distinta.
El pasado junio, Andalucía pidió tener las competencias de la sanidad penitenciaria y que se eliminen los contratos externalizados. Dicha transferencia vendría necesariamente acompañada de la liquidación de la deuda pendiente a la comunidad autónoma y dotación de recursos necesarios.
Vemos que el concepto de equidad está muy lejos de cumplirse y supone que un 17 % de la población penitenciaria se trata de una manera distinta, marcando un agravio comparativo que en sanidad es inadmisible. Como sociedad hemos fracasado en el tratamiento de unas personas necesitadas, justificándolo solo por su situación legal.
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