Sor Magdalena de la Cruz, la monja clarisa que quiso ser famosa y lo consiguió

Historias de Córdoba con nombre de mujer

Nacida en Aguilar de la Frontera en 1492, sin tener una gran educación y siendo de condición humilde, tuvo a toda Castilla a sus pies, con el rey-emperador a la cabeza, y ni siquiera la Inquisición osó hacerle daño a pesar de haberla condenado por considerar que tenía tratos con el demonio

Santa Clara y sus hermanas. Fresco del siglo XVI. / El Día
Camino Fuertes Santos - Arqueóloga. Coordinadora RECA Córdoba y RECA Munigua

27 de octubre 2024 - 06:58

La ausencia de nombres de mujeres en la historia no es baladí y no puede entenderse como circunstancial o inocente. Muchas de las mujeres que destacaron en su momento fueron condenadas al olvido a propósito, tanto por sus contemporáneos como por los que les precedieron. Sus logros, obras o hechos, en muchos casos se los atribuyeron sus maridos, hermanos, colegas, padres o amantes, quedando ellas relegadas a segundos o terceros planos cuando no a la total irrelevancia. Las mujeres que más destacaron por su rebeldía ante la imposibilidad de ser ellas mismas, fueron clasificadas como brujas, locas, histéricas, endemoniadas, cuando no de casquivanas o indecentes y, en muchos casos, fueron condenadas a castigos espeluznantes.

Es por ello por lo que se hace más que necesario dar a conocer los nombres de todas aquellas que, por una razón o por otra, sí consiguieron o están consiguiendo sortear la censura de la historia y poner de relevancia los hechos que protagonizaron. El conocimiento al menos de unas pocas nos permite intuir que hubo muchas más y su búsqueda tiene que ser un objetivo prioritario para sacarlas del olvido y resarcirlas y, de paso, reparar a nuestra sociedad de la injusticia provocada por los que las silenciaron y las ocultaron.  

Una de las mujeres cuyo nombre resuena alto y claro en la historia de Córdoba, es la de la excepcional sor Magdalena de la Cruz. Allá por el siglo XVI, esta monja clarisa no dejó indiferente a ninguno de los que la conocieron. Nació en Aguilar cinco años antes de que Cristóbal Colón llegara a la isla de San Salvador. De condición humilde, fue criada de la misma manera que debieron serlo muchas de las niñas de su generación, en su casa, con no más estudios que aquellos que se consideraban necesarios para una mujer y, evidentemente, en la devoción católica más absoluta.

No quedaba otra teniendo en cuenta cómo se las gastaba en aquel momento la Inquisición, institución que se nutría de la mezquindad y ruindad de personajes inmundos a los que no les temblaba el pulso a la hora de denunciar a cualquiera de sus vecinas y vecinos a los que envidaban o temían. La miseria humana hacía el resto. Las víctimas sufrían las consecuencias. En base a esa premisa, cabe pensar que Magdalena, como tantas otras, fuera educada para pasar lo más desapercibida posible. Pero sus planes eran otros y provista de una gran imaginación, como no puede ser menos cuando eres una niña, a los cinco años ya tenía amigas y amigos invisibles.

Sus personajes fantásticos no eran monstruos bajitos, azules, con un solo ojo, sino aquellos que formaban parte de su mundo de libros sagrados y biografías de personas venerables. Los primeros que debieron llenar su cabeza de ilusiones tuvieron que ser sus padres al contarle o describirle las leyendas que ellos conocían y que estaban representadas en las pinturas y esculturas que adornaban y vestían las iglesias que debían frecuentar. Su precocidad está recogida en su biografía puesto que afirma que ya durante sus primeros años sabía leer.

A los 12 era considerada por sus vecinos una santa en vida, lo que demuestra que no tenía reparo en compartir su misterioso mundo imaginativo con los que la escuchaban, quedando de manifiesto sus dotes de elocuencia a tan corta edad. No se le conocen pretendientes masculinos y su ambición la lleva a marcharse de Aguilar y alejarse de una vida marital o religiosa sin alicientes, para profesar, con 17 años, como clarisa en el convento de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba

Fachada del antiguo convento de Santa Isabel de los Ángeles. / Juan Ayala

Su fama de santa promociona el convento y las apariciones, entre ellas la de San Francisco y otros santos, además de las de la Virgen y su Hijo que ya le acompañaban desde niña, serán recurrentes. Su prodigiosa memoria y su oratoria hará el resto. Su interés y necesidad de que todos los que la rodeasen la reconocieran y respetasen como santa en vida le llevó a inventarse historias rocambolescas, pero fáciles de entender por todos los públicos, y a dramatizarlas teniéndose a ella como única protagonista. Destaca de entre otras muchas una en la que ella gesta y pare al Niño Jesús que desaparece tras nacer. El prodigio quedó probado gracias a la presencia de algunos de los cabellos rubios del niño y a las estrías abiertas en su pecho como resultado de su maternidad.

Por supuesto, su virginidad quedó intacta. Que los que disfrutaban de sus espectáculos creyeran firmemente en que lo que estaban viendo o escuchando, solo puede entenderse si somos conscientes de que Magdalena estaba dotada de magníficas capacidades interpretativas, de gran ingenio y de enorme versatilidad. Solo desde ese ángulo podremos llegar a entender que pudiera convencer a una gran parte de la sociedad de su tiempo, desde la familia real hasta el pueblo llano, de su santidad y de su influencia en la corte celestial. Todo tipo de personas, ya fueran ricas o pobres, cultas o ignorantes, clérigos, seglares, inquisidores, o hermanas de su congregación se dejaron sugestionar por esta extraordinaria mujer. 

Se sometía a ayunos increíbles, si bien luego se revelaron como inventados, soportaba estigmas derivados de la somatización de su estado mental, se sometía a daños físicos, de los que salía victoriosa, para demostrar que no se trataba de una farsa y se prestaba a asumir los males de otros. Su gran poder de comunicación le permitía actuar como la interlocutora ideal ante Jesucristo, la Virgen, santos y difuntos, de todos los necesitados ciudadanos que creyesen en ella. Su intercesión le permitía ayudar a las ánimas del purgatorio a transcender al más allá. Al ser considerada una santa en vida, sus fieles portaban reliquias suyas que ella misma les proporcionaba. 

Para poder mantener este contubernio, se nutría de información privilegiada que le llegaba por todos los frentes de dentro y fuera del convento. Para poder procesarla y comunicarla a los oídos oportunos, hacían falta buena memoria, dotes psicológicas, una capacidad de análisis admirable y, por supuesto, ayuda externa. Es de justicia reconocer que tuvo que contar con todo un equipo de colaboradores que le debieron ayudar en las puestas en escena y que dieran fe de que lo que se decía era cierto. El prestigio y la solvencia del convento y de la orden, también estaban en juego. 

Consigue prever acontecimientos cotidianos y otros de relevancia histórica como el apresamiento del rey Francisco I y su posterior matrimonio con Leonor de Austria. Que acertarse por casualidad, por intuición o por buen análisis político, acrecentó aún más si cabe su popularidad. Su agudeza le permitió conciliar la vida social en la que participaba activamente, con una espiritualidad elevadísima no exenta de teatralidad en todos los ámbitos. 

Sus aptitudes le permitieron adentrarse en los asuntos de la orden franciscana lo que le ayudó, a pesar de no ser noble, a promocionar hasta convertirse en abadesa. Gracias a su posición en la orden franciscana y a la influencia que ésta tenía en la corte de Carlos I, de su consejo se hacía eco el rey y tanto él como muchos de los nobles o altos prelados tomaban en consideración su opinión. Todo ello acrecentó su ambición, su vanidad y su soberbia que terminaron por devastarla lo que le llevó a granjearse a no pocas enemigas dentro de su propio convento y a otros tantos en la congregación.

Sus hermanas, envidiosas algunas, miedosas otras y unas y otras hartas y aturdidas por lo excesivo de sus actos y, al parecer, por su mal carácter, sobre todo con todos a los que consideraba sus enemigos, no dudaron en expresar sus temores a sus superiores. A partir de este momento, se empezaron a valorar como desvaríos lo que antes se habían calificado como prodigios y terminaron por apartarla del cargo de abadesa. Desvariar en el siglo XVI podía tener consecuencias mucho peores que el mero hecho de tener una enfermedad mental o una personalidad desmedida y, como una cosa lleva a la otra, terminó enfrentada a la Inquisición. 

Estuvo encarcelada durante el tiempo que duró el proceso inquisitorial, un año y medio. No tuvo que ser nada fácil, pero incluso delante de sus inquisidores no se amedrentó e hizo lo que mejor sabía, utilizar su inteligencia y actuar, confesando aquello que sabía que sus jueces querían escuchar: que todo había sido obra del demonio que la había tentado y en el que ella había creído pensando que era un ser celestial. Solicitaba la misericordia y la clemencia del tribunal. La consiguió. 

Lista, perspicaz, astuta, embaucadora y, sobre todo, gran comedianta, Magdalena vivió por y para ella, para su bienestar y el de su ego y, de paso, para el del convento que le daba techo, que la protegía y promocionaba y que con el que mantenía una relación simbiótica perfecta. Sus dotes persuasivas la libraron de una segura condena estricta y horrible y en una performance maravillosa, salió de la cárcel en la que estaba recluida y descalza, sin velo, amordazada, con una soga al cuello y solo con un cirio en la mano, se dirigió hacia el tribunal a escuchar su condena. Fue su última gran puesta en escena ante todo el pueblo de Córdoba. No se atrevieron a tocarla.

Sus poderes persuasivos los mantuvo hasta el final de sus días. Fue recluida en el convento de Santa Clara de Andújar y obligada a ser la más humilde de las humildes de entre las monjas. Pero los datos biográficos dejan miguitas de pan suficientes como para saber que no solo no abandonó a los amigos invisibles de su infancia, sino que sus dotes seductoras contagiaron, al menos, a algunas de las compañeras del final de su vida, que fue larga. Tal fue el grado de fascinación que su figura preservaba que alguna de ellas llegó a afirmar que la había visto varias veces hablar y dar bastonazos a un diablillo negro que se le aparecía para molestarla. 

Sor Magdalena de la Cruz no deja tras de sí ninguna excelsa obra literaria, ni ningún pensamiento humanístico ni filosófico sublime. Parece ser que escribió una autobiografía por orden de sus confesores, pero no ha llegado a nosotros. Sus andanzas hoy en día nos pueden resultar estrambóticas, pero fue una mujer ambiciosa, y una líder nata que tuvo que bregar con la época en la que le tocaba vivir y con su condición de mujer. Sin tener una gran educación, siendo de condición humilde y monja de clausura en Córdoba, tuvo a toda Castilla a sus pies, con el rey-emperador a la cabeza, y ni siquiera la Inquisición osó hacerle daño. 

Magdalena, como cualquier otra mujer de su momento, al margen de su clase social, estaba como las demás condenada a una situación de inferioridad con respecto a los hombres. Su vida iba a ser precaria, tanto económica como emocionalmente, y sin ninguno de los derechos propios del género masculino. Ella se rebeló contra su destino y eligió otro. Y le salió muy bien. En 2016 salieron del Convento de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba sus últimas monjas. La congregación lo vendió por 4,5 millones de euros a una cadena hotelera con gran pesar de las y los cordobeses. Desde entonces, el aún convento ha sufrido distintos vaivenes y, por el momento, el futuro hotel está en standby

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