El vecino del Campo de la Verdad que fundó Madrid

Cordobeses en la historia

Muhammad I el Omeya heredó el emirato, los conflictos mozárabes y los fronterizos; combatió con el primer bandolero andaluz, llegó hasta los Pirineos y fundó la futura capital de España

Matilde Cabello

01 de marzo 2009 - 01:00

EN el harén de Abderramán II, el más apasionado y fecundo de los emires y califas cordobeses, tan sólo las muchachas vírgenes tenían cabida y fueron miles las que habitaron la estancia más oculta del palacio. Entre ellas estaba la joven Buhayr, convertida en madre de príncipe en el año 823. El niño, a quien impusieron el nombre de Muhammad, estaba llamado a ser el sucesor al trono aún a pesar de las intrigas de la astuta Tarub, la sultana que dedicó talento, poder y sus relaciones con los eunucos en convertir a su hijo, el príncipe Abdallah, en emir.

Como el resto de los 45 varones, de los casi cien hijos atribuidos a Abderramán II, Muhammad I debió crecer en las dependencias califales. Siguiendo la tradición, las maestras, sabias y poetisas le enseñaron las primeras letras, la poesía y las matemáticas, a las que dedicó buena parte de su tiempo; por ello alcanzó ganada fama de hombre culto e inteligente. No así su hermano Abdallah, cuyas costumbres livianas despertaban recelos dentro y fuera de la corte.

En el anochecer del 22 de septiembre de 852 un ataque de apoplejía provocó que el emir "echara el alma por la boca", dice Ibn Hayyan o -en versión de San Eulogio- sufriera la ira del dios cristiano, mientras contemplaba, ahorcados, a Emilia y Jeremías. Nadie, salvo los eunucos, habían sido testigos del fallecimiento de Abderramán II. De modo que decidieron mantenerlo en secreto hasta elegir al heredero. Los partidarios de Abdallah no lo eran tanto por unos méritos de los que carecía el pretendiente, cuanto por el temor a contrariar a la poderosa Tarub. Finalmente se escuchó la opinión del eunuco Abu-´l-Mofrih, partidario de Muhammad.

El siguiente paso era trasladar al príncipe en secreto hasta el alcázar real, donde tenía la residencia su rival, Abdallah. Para ello, relata Dozy, el eunuco "Sahún se llevó las llaves de la puerta del puente; pues el palacio de Mohammed se hallaba a la otra parte del río" y tras vencer la desconfianza del candidato, decidieron introducirlo en el palacio bajo atuendos de mujer. Sirvieron las ropas de su propia hija, a quien el abuelo Abderramán, hacía llamar a su lecho alguna vez. Al hacerse pasar por ella, el soldado de guardia no osó levantarle el velo. Así fue como con el anunció de la muerte del emir, se publicó también el nombre de su sustituto.

Aquel poeta y matemático de 29 años, era también frío, calculador, poco piadoso y demasiado débil como mandatario, a juicio de la corte y del pueblo. Quizá para amortiguar esa fama, tomó drásticas medidas, como apartar a todos los cristianos de la corte y acrecentar la persecución contra los mozárabes. Algo que confirma San Eulogio: "Mohamed, enemigo de la Iglesia de Dios y malévolo perseguidor de los cristianos. Heredó con sangre el odio de los católicos oponiendo continuamente dificultades y trabas a los fieles". A estos conflictos, alimentados y reseñados por el autor del Memorial de los mártires, se sumaba la inestabilidad de las fronteras del norte, algunas auto-proclamaciones de pseudo emiratos en Sevilla o Mérida, rebeliones e incursiones continuas y el aumento de las críticas.

Es entonces cuando Muhammad I opta por el reforzamiento de las fronteras y la construcción de atalayas defensivas en Al-Ándalus. En 854 y cerca la frontera norte de la capital de Toledo, coloca los primeros sillares de una fortaleza militar: la primera piedra de Mayrit (el Madrid actual). En torno a la atalaya se levantarían entre otros edificios importantes, la mezquita de la almudaina (pequeña ciudadela), donde se alzó luego la iglesia de Santa María de la Almudena, o las dependencias del cadí, solar ocupado hoy por el Palacio Real.

En la primavera de 859, tras la ejecución de San Eulogio, la rebelión mozárabe empieza a remitir; pero la calma relativa se difuminó al año siguiente con la presencia del muladí Omar ben Hafsún. El rebelde hispano-visigodo, definido por Dozy como el "José María del siglo IX", se levantó desde tierras malagueñas contra el emir, llegando en ocasiones a las mismas puertas de Córdoba en una insurrección que duraría medio siglo y no se subsanaría hasta el reinado de Abderramán III, con la muerte, por causa natural, del líder muladí.

Dejó su sello en la Mezquita, al concluir en el 885 las obras de la primera ampliación iniciadas por su padre; colocó ante el nuevo mihrab la maqsura o zona acotada para la oración del emir y su séquito, y reparó el primer templo alzado por Abderramán I.

De entre sus 33 hijos y 21 hijas, al-Mundhir, nacido de la esclava cristiana Ailo, le sucedió tras su muerte, acaecida el 4 de agosto de 886. Después de haber gobernado los destinos de Al-Ándalus durante 34 años, fue enterrado, como sus antepasados, en la Rawda Califal, perdida bajo el cemento de los Santos Mártires. El quinto emir cordobés, que no tiene calle ni monumento en su ciudad, luce su nombre en un parque de la capital de España; en el Madrid que fundó y se enorgullece de su legado andalusí.

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