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Nadie sabe a ciencia cierta qué le sucede al Córdoba en el intermedio de los partidos, cuando se retira para reposar tras el esfuerzo, analizar lo sucedido y actuar en consecuencia. Sí se sabe, porque se ve, lo que ocurre en la reanudación. Por el atuendo se advierte que se trata del mismo equipo, aunque no se podría culpar a quien dudara sobre la identidad de quienes lucen la blanquiverde. Son clones desactivados, melindrosos e inofensivos, que recuerdan vagamente a los que desempeñaron con más o menos acierto -pero seguro que con más ardor- su papel en la primera mitad. Es un fenómeno curioso. Y extremadamente doloroso. El Córdoba está atrapado en una espiral destructiva de la que parece no encontrar la salida. Enseña su perfil más competitivo y, sin razón aparente, se da la vuelta para mostrar sus vergüenzas y tirar, en un ejercicio de dadivosidad intolerable en sus circunstancias, todo lo conseguido. Le ha ocurrido ya muchas veces, demasiadas como para no haber entendido que de este modo no va a encontrar más que problemas.
La historia de ventajas perdidas en su hogar viene de lejos, aunque el episodio de ayer recordó tristemente a lo acontecido en el Pizjuán ante el Sevilla Atlético. Puesta en escena convincente, ventaja en el marcador, declive progresivo, repliegue de líneas, ausencia de reacción por cambios, pérdida de las rentas, goles encajados a balón parado y en los últimos minutos, decepción generalizada, pitos y adiós. Una triste secuencia de sucesos que destroza los ánimos a cualquiera. Por suerte para los de Jémez, el colchón de un 2-0 amortiguó el golpe y salvaron un punto.
El enésimo derbi andaluz de la Liga BBVA deparó más intensidad de la habitual, pese a que ni uno ni otro andan finos. Disponen de jugadores con experiencia y talento, pero carecen de regularidad y ven cómo su porvenir queda hipotecado a los ramalazos de inspiración. Lo del Cádiz resulta más traumático, porque en verano vendía un faraónico proyecto de ascenso a Primera y ahora, después de cumplir con fidelidad todos los estadios que marca el manual de las crisis -malos resultados, dimisiones en bloque de la directiva, trasvase de poder en el club, cambio de entrenador, fichajes en el mercado invernalý- anda en busca de un guión nuevo y decente. Ilusionante, si se puede.
Su singular afición -un millar de amarillos en la grada- siempre espera una sorpresa. Ayer la tuvo: desagradable al principio y agridulce por un desenlace que no le da excesivos motivos para soñar. La salvación le parece poca cosa, aunque tal y como le va parece que será ése su principal cometido. El mismo que el Córdoba, aunque éste ya contaba con una generosa dosis de sufrimiento para alcanzarlo. Puede sobrellevarlo con quejas o con gallardía, llorando mientras busca justificaciones o apretando filas para agarrar los puntos necesarios. Ayer, la formación de Paco Jémez ofreció su imagen más madura en la primera parte, alcanzando una ventaja de 2-0 que enloqueció a la grada, pero se desmadejó tras el descanso y terminó corriendo sin ton ni son -esto, en el mejor de los casos- detrás de un balón que fue propiedad del Cádiz. Los amarillos completaron la faena con un empate que supo más amargo a los locales, que se mostraron incapaces de administrar su ventaja. Una vez más.
Cuando Cristian Álvarez se dirigió hacia la tribuna simulando una cojera -curiosa celebración-, con una franca sonrisa pintada en la cara y los brazos elevados al cielo mientras sus compañeros iban cayendo uno tras otro sobre él, hasta sepultarlo bajo una extática montonera sobre la raya de cal de la banda, una reconfortante sensación se expandió por todo El Arcángel. El argentino había marcado el 1-0 a los cinco minutos, en lo que era un extraordinario comienzo para uno de los pleitos más delicados para los blanquiverdes en su tortuoso camino en la Liga. El porteño se reencontró con la suerte que mejor domina tras una falta al borde del área que el cadista Cristian cometió sobre Arteaga, al que derribó sin miramientos después de que la pelota cayera a pies del sevillano tras haber rebotado en la espalda del defensor. Álvarez la tocó con la derecha y la puso en la red con maestría. Bello e inapelable. A los 12 minutos, Pineda se marchó por velocidad y se plantó ante Koke Contreras, pero el meta internacional salió triunfante del mano a mano con el camero y envió el balón a córner. Faltaba aún mucho tiempo, pero no existe mejor estímulo para un grupo que comprobar que sus piezas funcionan como deben y en el momento más necesario. Qué poco duró ese estado. Justo hasta que Julio Pineda, tras un excelente control y mejor definición a pase de Asen, dibujó el 2-0 en el marcador. La gente se frotaba los ojos. Otra vez se había cumplido la primera mitad del objetivo. Faltaba la segunda parte, la de la administración de las rentas, ésa que el Córdoba no controla.
El Cádiz, que había perdido por lesión a Diego Rivas y a Cristian -los dos fueron sustituidos antes de la media hora-, parecía subyugado. Pero, fiel a su nefasta costumbre, el Córdoba se inyectó una dosis de miedo en el cuerpo al conceder el 2-1 a Natalio, que definió con brillantez un servicio de Kosowski. Dos de los refuerzos invernales que, junto con el guineano Bangoura, ponían el toque efervescente a los amarillos.
La vuelta al campo significó un tormento para los blanquiverdes, que soltaban el balón como si les hubieran echado encima un escorpión. Julio Iglesias se lució en dos faltas lanzadas por Parri -con rectificado por el aire de gran dificultad- y Gustavo López antes del cuarto de hora. Natalio, uno de esos nombres que siempre aparece en la agenda de fichajes del Córdoba, parecía Messi en una tarde inspirada. Un atentado al fair play del Cádiz, que jugó rápido con Arteaga tirado en el césped, encendió a la grada cuando el Córdoba estaba ya en plena descomposición. Asen, en un tiro desde lejos y una incursión por la banda, dio el último testimonio en ataque de los locales antes de un final enloquecido: gol cadista a balón parado -menuda sangría- y asedio del Cádiz. Paco sacó entonces a Javi Moreno.
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