El hombre que lo cambió todo
Hoy se cumplen 20 años de la muerte de Fernando Martín, el jugador que arrancó la etapa moderna del baloncesto español
Hace 20 años las tardes de los domingos eran largas, muy largas. No había internet, ni Play Station, ni TDT, ni pay per view, ni DVD… Esas tardes eran interminables, con pocas alternativas al ocio más allá de escuchar el Carrusel y ver el partido de la ACB que echaba Canal Sur a las seis. Hacía un frío que pelaba, y ese día tocaba el Real Madrid-CAI Zaragoza, así que quedarse en casa no parecía un mal plan. Pero cuando conectaron las cámaras con el viejo Palacio de los Deportes de la Comunidad, los asientos estaban vacíos y un silencio sobrecogedor sobrevolaba unas gradas que debían estar llenas. Las noticias comenzaban a llegar, las radios se apresuraban a dar detalles, todo era confuso, pero algo irreparable había obligado a suspender ese partido. Fernando Martín había muerto.
Parecía imposible. Martín era indestructible, una fuerza de la naturaleza, un talento descomunal, el mejor pívot de Europa… Y todo había acabado en un accidente de tráfico que rompió la carrera de un hombre que con sólo 27 años se había convertido en un fenómeno social, en una figura de tal carisma que por sí sola se encargó de romper barreras hasta entonces insalvables para el deporte español y abrir de par en par las puertas de la modernidad para nuestro baloncesto.
Porque la figura de Fernando Martín se magnifica en un contexto absolutamente distinto al actual. De hecho, nada de lo que hoy se ve con normalidad se entendería sin el precedente del pívot blanco, el eterno 10 del Real Madrid, una camiseta que colgará para siempre del techo de Vista Alegre y que nadie volverá a vestir en el club de Concha Espina.
A comienzos de los 80 España era una potencia de segundo orden, un equipo de bajitos que vivía del contraataque y de la casta ante la superioridad física de la URSS y de Yugoslavia, que antes de su disolución dominaban a su antojo el baloncesto Europeo. Incluso la Italia de Meneghin, Riva o Marzoratti era inalcanzable para España, que empezó a asomar cabeza con la histórica plata del Europeo del 77 en Barcelona.
Había llegado el momento del relevo generacional, de jubilar a la vieja guardia y permitir que hombres como Corbalán, Brabender o De la Cruz hicieran de puente a la nueva generación de Epi, Sibilio, Solozabal, Jiménez, Iturriaga, Romay… y Martín. Siendo aún júnior, el pívot había llevado al Estudiantes al subcampeonato liguero y Antonio Díaz Miguel entendió que era el hombre que le iba a dar el salto de calidad a una España que tenía su techo en semifinales. Pese a que apenas medía 2.05 y siempre estaba en inferioridad de altura con sus rivales, su juego de pies, su enorme fortaleza física y su capacidad para jugar de espaldas al aro le convertían en un arma letal en ataque y en un puntal defensivo.
Martín debutó con la selección en 1981 y a partir de ahí cambió la historia. La cuarta plaza del Mundial de Cali 82 (con el primer triunfo ante Estados Unidos), la plata en el Europeo de Nantes 83 ("Epi, Súper Epi", gritaba desaforado Héctor del Mar en las semifinales ante la URSS) y por fin, la plata de los Juegos de Los Ángeles. Fernando, que había roto moldes con su traspaso al Real Madrid por 12 millones de pesetas, un escándalo para la época, explotó en el Forum de Inglewood, la antigua cancha de los Lakers y escenario del torneo de baloncesto. La mítica semifinal ante la Yugoslavia de los Petrovic, Dalipagic, Knego, Cutura o Sunara marcó el punto de inflexión de lo que se conoció como el boom del baloncesto español, la universalización de un deporte que hasta entonces habitaba casi en la marginalidad.
Media España se levantó en las calurosas madrugadas de agosto para seguir las gestas de la selección, que se ganó el corazón de todo un país pese a caer abrumada en la final ante los Estados Unidos de Jordan, Ewing y Mullin. En unos Juegos en los que España sólo logró cuatro medallas -lo normal antes de Barcelona 92-, los medios se volcaron tras esa formidable plata convirtiendo en iconos a sus protagonistas, los padres regalaban a sus hijos balones de baloncesto, la ACB se hizo cargo de la organización de la liga… y el símbolo de toda aquella revolución era Martín.
Su enorme talento caminaba de la mano de su atractivo dentro y fuera de las pistas. Incluso el hecho de que un jugador de baloncesto saltara a las páginas del corazón (sonado fue su romance con Ana Obregón) hizo que el deporte ganara popularidad en unos años en los que el fútbol, tras el fracaso en el Mundial del 82, se tambaleaba ante la pujanza de un inesperado enemigo.
Y de repente, a Martín se le abrieron las puertas de la NBA. El pívot español acudió en el verano de 1985 al campus de los New Jersey Nets, que le habían drafteado en el puesto 38 y veían en el madrileño una clara opción para dar descanso a Buck Williams, su estrella por esa época. Los Nets le ofrecieron a Martín un contrato en firme, bajo, pero totalmente en firme, pero Martín pospuso un salto porque quería jugar en casa en Mundial del 86, y más aún tras el fiasco del Eurobásket del 85 en Karlsruhe. "Para nosotros, con el equipo que tenemos, todo lo que ya no sea jugar la final es un fracaso", dijo antes de viajar hasta Alemania, y por eso el sorprendente revés ante la veterana Checoslovaquia en semifinales fue inasumible.
Porque además, la FIBA mantenía entonces una barrera que imposibilitaba a los profesionales disputar sus competiciones, y por tanto, si Martín se marchaba a la NBA, estaría automáticamente vetado para volver a jugar con la selección. Fernando amaba profundamente a su país y no quería perderse el Mundial por nada del mundo, renunciando incluso a un sueño que por entonces parecía imposible. Pero Martín jugó ese torneo con el contrato firmado con los Portland Trail Blazers. Su cabeza ya no estaba en la selección, y pese a los esfuerzos por reconducir una situación viciada España sólo fue quinta en su Mundial, zanjando cuatro años de gloria… e iniciando uno de los periodos más sombríos de nuestro baloncesto.
El 31 de octubre de 1986, Martín debutó con los Blazers ante los Sonics para convertirse en el primer español que jugaba en la NBA y el segundo europeo que daba el salto directamente sin paso previo por una universidad. Sólo el búlgaro Georghi Glouckhov -que años después pasaría por Córdoba jugando en el Snaidero de Caserta- se adelantó al español en una época en la que el desconocimiento americano por el baloncesto mundial rayaba en el desprecio. Los alemanes Schrempf y Blab, el holandés Smits… Los europeos en la NBA se contaban con los dedos de una mano, porque simplemente, no existía baloncesto más allá de Estados Unidos. Hoy, cualquier chico que despunta es invitado a un training camp, y la presencia de jugadores internacionales en la NBA -muchos, por debajo del nivel exigido para dar el salto- es habitual. Hace 25 años, para ser europeo y jugar en la NBA había que ser el mejor. Ése era Martín, con una pronunciada tilde que obligó a los operarios de Portland a colocar en su camiseta. Porque él no era Martin. Era Martín, español 100%.
El Trail Blazer era el encargado de abrir el camino en las caravanas de peregrinos que se adentraban en el peligroso Oeste, y eso fue Martín, el hombre que abrió el camino a lo que hoy se considera como habitual. Eran los años en los que Ramón Trecet nos hacía trasnochar en la noche de los viernes para ver Cerca de las Estrellas al ritmo del Faith de George Michael, tiempos en los que la NBA era otra galaxia y no algo cercano y accesible como hoy en día. En el momento de mayor expansión de la liga estadounidense, en la era del duelo Celtics-Lakers (o Bird-Magic) y del despegue de Air Jordan, Fernando Martín llegó a la NBA.
El pívot español sacrificó su papel estelar en Europa para convertirse en un novato y desconocido en Portland. Sólo su enorme deseo de mejorar, de competir con los mejores y de decir que un día estuvo en la NBA hacía comprensible un salto en el que Martín perdió dinero, fama e incluso el crédito de muchos que vieron su paso por los Blazers como un fracaso. "En la vida no todo es el dinero. La sensación que tuve enfrentándome a Jabbar o a Bird no se paga con todo el oro del mundo", dijo en su día. Simplemente quería saber qué se sentía jugando en la NBA. Lo hizo y por eso no le costó asumir su vuelta al final de la temporada, "un año que ha sido un triunfo para mí. De ninguna manera es un fracaso, y volvería a repetir cada segundo, a pesar de las lesiones, la soledad y la dureza".
A su vuelta, y pese a las mareantes ofertas llegadas desde Italia e incluso del Barcelona, Martín regresó al Real Madrid. Tuvo que tropezar contra impedimentos como la llamada ley Anti-Martín, por la que la FEB llegó incluso a clasificarlo como extranjero y no elegible por la selección, decisiones que hicieron aún más difícil el retorno de un Fernando distinto, más huraño y reservado, consciente de que a sus 24 años había acumulado experiencias que a muchos les costarían toda una vida.
Ya nada sería igual. Ni siquiera cuando la FIBA levantó la norma contra los profesionales pudo volver a la selección debido a sus insufribles problemas de espalda, una de las constantes en su carrera. Esas dolencias se agravaron en sus tres últimas temporadas, en las que protagonizó unos impagables duelos con el barcelonista Audie Norris. La rivalidad entre los dos pívots sustentó el enfrentamiento Barça-Madrid que dio alas a la ACB en la recta final de los 80. En esos años formó junto con Drazen Petrovic la pareja más talentosa que se recuerda en el Real Madrid, la que ganó aquella final de la Recopa ante el Snaidero en Atenas… y la que perdió ante el Barcelona la Liga de Neyro, con una infame actuación del árbitro bilbaíno en el quinto partido de la final en el Palau catalán.
En el inicio de la temporada 89-90, y con el americano George Karl de entrenador, Martín encontró la motivación que se le había escapado en las últimas campañas y ofreció algunos retazos que recordaban al jugador que se marchó a la NBA, el Madrid era líder y el pívot promediaba 18 puntos por partido… hasta que en la tarde de un 3 de diciembre de 1989, el Lancia Thema rojo que conducía camino del Palacio de los Deportes se estrelló en la M-30. "No me preocupa el poder vivir muchos años, no sé cuánto voy a vivir, no me importa morirme. Lo que quiero es, mientras esto dure, vivir y disfrutar de lo bueno y lo malo", había dicho meses antes en unas profundas reflexiones. Esa tarde murió el hombre y nació el mito, porque los mitos, como James Dean o Jim Morrison, mueren jóvenes. "Sólo los buenos mueren jóvenes", cantó en su día Freddy Mercury. Y Fernando Martín era el mejor.
Las escenas de su entierro, el homenaje póstumo del Real Madrid y el Estudiantes o la impactante imagen de ver su camiseta con el número 10 en el banquillo apenas cuatro días después de su muerte en un partido de la Recopa ante el PAOK ya forman parte de la historia, de la memoria colectiva de toda una generación que disfrutó de Fernando Martín, el hombre que cambió el baloncesto español.
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