No se admiten preguntas, señores
LAS modas también embelesan a los políticos. Casi todos adornan sus muñecas con pulseritas de diverso gusto y pelaje, abrazan o aparcan la corbata en función de la rebeldía que quieran transmitir ese día y gastan muchos recursos (públicos) en magníficos sastres madrileños o quién sabe si italianos. El mainstream aterriza asimismo en el terreno de la conducta. Sería estúpido hablar de la corrupción porque siempre ha existido. Mejor desmenuzar fenómenos más recientes. Por ejemplo, la necesidad que les empuja a convocar ruedas de prensa sin turno de preguntas.
Pensábamos que los monólogos se los reservaban los dictadores. El Fidel de antaño o el Chávez de hogaño se lo montan de maravilla: una plaza, un diario, un programa televisivo, un país como auditorio durante seis o siete horas. ¿No son los parlamentos, los ayuntamientos, las diputaciones ágoras? ¿No es el periodismo una extensión del seguimiento (y del control) que merece la clase dirigente?
En la NBA o la NFL, ligas de seguimiento no sólo estadounidense sino universal, los equipos reservan en el calendario varios media day (días para los medios de comunicación) destinados al libre intercambio entre reporteros y deportistas. Algo ciertamente inconcebible para un concejal, diputado o presidente, habituados al guión y adeptos al horror vacui que implica la espontaneidad, que no deja de ser una exposición del conocimiento propio sin el colchón del asesor o la chuleta. Azaña, Ortega, Calvo-Sotelo o el más reciente Pujol se enfrentarían al interrogatorio sin dudarlo, convencidos de sus propias capacidades. Eran otros tiempos. España parecía entonces demasiado cercana a la miseria como para permitirse además la mediocridad.
Por una vez, parte de la solución está en el periodismo. Quizás un sanedrín concluyera que la medida más eficaz de presión consiste en un boicot contra las convocatorias huecas. Sí, se caería de la agenda más de la mitad de la información, pero el lector, oyente o televidente recibiría menos paja y más calidad. Imaginen la desazón provocada en el convocante, solo en su sala de prensa recién reformada. Comprendan su frustración por tener que reservar la intervención de su vida para otra ocasión -no sé, tal vez la cena con un ligue o el domingo de reencuentro con los amigos de infancia-. Alégrense por el tiempo que se ahorran.
Lo cierto es que incomodamos a los políticos. Si por ellos fuera, nos limitaríamos a jugar el papel de meros transmisores. Entonces acabaríamos de patitas en la calle: la tecnología permite la parrafada sin mediación. Ay, nos negamos, nos resistimos por cuestiones no sólo morales y existenciales sino de supervivencia económica. Incordiar al poderoso es saludable y hasta exigible. Pocas veces disfruta uno tanto como cuando enerva a un ministro acomodado o a su adulador séquito. El juego es sencillo: exponer primero, responder a las preguntas después, coincidir o (mejor aún) diferir siempre bajo una pauta de cordialidad, respeto o, en el peor de los casos, tolerancia. Ah, y la camiseta política, si existe, mejor dejarla en casa.
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