Quién teme al copago feroz
La sanidad pública ha entrado en campaña · La suficiencia de la contribución financiera directa de los usuarios es una idea que está en el fondo del debate
En esta campaña electoral están surgiendo como setas voces presuntamente expertas en torno al copago sanitario. Como fenómeno socialmente deletéreo (pagar otra vez por lo que ya se ha pagado vía impuestos) o como impostergable medida de corresponsabilidad ciudadana para hacer viable el Sistema Nacional de Salud (SNS). Al parecer, los presuntos expertos a favor y en contra lo tienen claro. Sin embargo, los expertos de verdad no lo tienen tanto. Porque es una cuestión compleja, difícilmente digerible por el metabolismo mediático e imposible de encuadrar sin violencia en la soflama política. Y, sobre todo, porque tocar ahí es hacer alta cirugía. Hay que contar hasta cien antes de entrar en ese terreno. Porque el efecto rebote de una medida cortoplacista puede ser catastrófico en términos de encarecimiento de la asistencia y de conflictividad social. En cualquier caso, el copago, entendido como la contribución financiera directa de las personas concretas al afrontar el coste de una determinada prestación, no es ningún invento del maligno. Tampoco es el bálsamo de Fierabrás de poderes taumatúrgicos para sanar las maltrechas finanzas públicas. Es una herramienta. Ni más ni menos. Cuya aplicación tiene esencialmente que ver con las inercias administrativas de cada país, su propia historia social y la noción culturalmente asumida sobre qué es lo público y para qué sirve.
Hay países, como Alemania, donde hay que pagar diez euros por la visita inicial al médico de Familia cada trimestre. Otros, como en Bélgica, hay que pagar un 35% del coste si quieres que el médico vaya a verte a casa. En Chipre, las rentas altas son las que pagan cuando se acude al centro de salud: 15 euros por visita y el 100% de las pruebas diagnósticas. Impensable, hoy por hoy, en España, donde los responsables políticos de los servicios regionales de salud tienen pavor a lanzar mensajes disuasorios que pongan barreras de entrada al sistema.
En Portugal hay ticket modulador de unos 5 euros por ir a Urgencias del hospital, en Polonia hay puertas abiertas para darse una vuelta por los balnearios, que están dentro de la asistencia sanitaria especializada y en Austria se pagan ocho euros al día por estancia en el hospital.
En la República Checa no hay copago dental, salvo que haya que poner prótesis y en Suecia es cero para menores de 20 años .
En todos los países hay copago; en todos ellos los ciudadanos realizan aportaciones puntuales, además de lo que les exija su perfil tributario. En el caso de España, se calcula que ese desembolso supone el 23,7% del gasto total en salud. Hay otros países donde esa proporción sube al 46,5%, como en Grecia. O baja al 7,8%, como en Holanda. Y, sin embargo, las respectivas carteras de servicios no tienen nada que ver. Lo que sí tiene que estar claro en España es si la gente entiende que esa aportación procedente directamente del bolsillo es suficiente o no. Justa o injusta. Pero, sobre todo, lo que tiene que estar claro es que las soluciones rápidas (y el copago lo es) suelen tener truco. Es más cómodo simplificar el debate, domesticarlo y centrarlo en una polémica maniquea en torno al copago que arremangarse y revisar los flujos de financiación del SNS, la corresponsabilidad de las comunidades autónomas o asumir la defensa de la viabilidad del mismo sistema como un compromiso de país, coherente con su propia biografía colectiva. Y eso es lo que tienen que acertar a distinguir y atreverse a decidir los gestores políticos del SNS. En el Gobierno central y en cada uno de los servicios regionales de salud.
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