La última bala perdida de la democracia española
Era imposible esperar sorpresas del dúo Rajoy-Rubalcaba, pero el socialista superó al popular en términos parlamentarios
Mariano Rajoy tiene un problema: no expone, lee. Su primera intervención fue previsible, plomiza, cero audaz y catártica. Dejó la corrupción para el final cuando tendría que haber sido lo primero, ignoró -como también hizo Alfredo Pérez Rubalcaba- el debate sobre la Casa Real y tampoco citó el problemón de los desahucios. El gallego recuerda al general Paulus, que se creía brillante sólo por ejecutar -con aparente éxito al principio- las maniobras que Hitler le dictaba desde el búnker berlinés. Su VI Ejército sería el antidéficit de hoy. Nuestro presidente aplica el recetario de Bruselas y acuña el "España irá bien" porque considera que la austeridad a secas dará resultados algún día. Ya se sabe cómo acabó Stalingrado.
Decepcionó Rajoy al ser incapaz de romper el guión de lo previsible, al hablar de la realidad desde una urna de cristal, al rechazar la autocrítica y abusar del recurso a la herencia recibida. Decepcionó por la misma sospecha endémica que persigue a Rubalcaba y al PSOE: por pertenecer a un partido que sigue empeñado en el ejercicio tradicional de la política. La escenografía de los buenos y los malos debe dejar paso a un ejercicio no alineado del poder. ¿Es ello posible en un país tan endogámico, tan apegado a las siglas, los amigotes y los favores? Posiblemente no.
La situación exigía un planteamiento de refundación nacional pero derivó en lo de siempre: el narcisismo, el enfrentamiento, la belleza del discurso y de las cifras convenientemente interpretadas a favor. No hubo rastro de la generosidad que informa la acción de los grandes gobernantes, no hubo sombra de esa valentía de otros tiempos (el venceréis pero no convenceréis de Unamuno a Millán Astray, por ejemplo), no hubo -ni de lejos- altura de miras o verdaderos propósitos de enmienda.
Rubalcaba se abrió paso al revés, a machetazos, leyendo menos, mirando más. Su debut machacó al presidente con las palabras que muchos españoles querían oír. Es la habilidad esencial que desarrolla todo político para la empatía, siempre durante el periodo electoral y a veces, aunque ésta sea una tendencia a la baja, en plena rutina. El líder de la oposición sabía lo que debía decir y lo dijo (sí, se llama demagogia), aunque esté desactivado por su dilatada hemeroteca y la desastrosa gestión económica del penúltimo Gobierno, el de Zapatero, la negación de la crisis y los regalos de inspiración escandinava a la población.
Es obvio que la maquinaria del estrellato envenena. La reconstrucción del círculo vicioso requiere de asesores, intérpretes, coches oficiales, cumbres con retratos de familia, cenas cinco estrellas con comensales de idéntica categoría, pelotas profesionales, omnipresencia en los medios de comunicación y soledades monclovitas (o ferrazianas) que alejan a la víctima de la humildad y el sentido común. Pero España merecía ayer, cuando menos, una disculpa en bloque, una aceptación de que la política lleva años desmadrada, por arriba y por abajo, en las principales instituciones pero también en los organismos territoriales secundarios y en la Administración paralela. Y no sólo porque se robe más o menos, sino porque se ha priorizado casi por sistema la fidelidad al designador en innumerables puestos clave, despreciando el principio de capacidad y fomentando el gregarismo. Los jefes supremos de la nación no pueden alegar la ceguera como excusa. Ellos disponen en última instancia.
She's got stickers on her locker, canta Jack White en su último disco. Exactamente es lo que le ocurre al dúo Ra-Ru. Sus taquillas acumulan tantas pegatinas del pasado que ubicarlos en el futuro es harto complicado. Están en cualquier caso blindados gracias a la nula tradición de la dimisión en el país, una disciplina que sería bueno importar de la tan observada Alemania, donde una tesis falseada puede acabar con la más prometedora carrera en cuestión de segundos.
El Debate del estado de la Nación fue una bala perdida, la enésima, y constató verdades ya conocidas. Que la generación de los años 50-60 tapona a la "mejor preparada de la historia". Que España está lejísimos de la cohesión que la hace funcionar como un reloj cuasi suizo (referencia: 1992). Que Rajoy no conecta con la calle. Que Rubalcaba tiene reflejos (algo bueno le queda). Que la política seguirá viviendo en su grisáceo caparazón.
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