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La Constitución norteamericana inaugura una nueva comprensión del buen gobierno fundada sobre la idea básica de que es necesario separar los poderes y garantizar los derechos. Su simbolismo es incuestionable. No obstante, esta grandeza como mito fundacional a menudo oculta tanto la precariedad de la unión que crea la Constitución federal, como el propio hecho de que el sistema político norteamericano ha sido objeto de profundas refundaciones. Fue necesaria una Guerra Civil para expiar la esclavitud y superar el paradigma de la confederación, haciendo creíble la ficción de que existe “un pueblo de los Estados Unidos”. Sólo tras la Gran Depresión y los esfuerzos bélicos de dos guerras, el Gobierno Federal asumió la tarea del bienestar social, centralizándose de forma extraordinaria el poder y abandonándose la idea de que la Constitución consagraba un modelo liberal incompatible con la regulación de las relaciones laborales o la intervención pública de la economía. Es también tras este período en el que Roosevelt encadena cuatro mandatos, cuando la reelección emerge como un problema constitucional, resuelto a través de la Enmienda XXII que limita a dos los mandatos presidenciales. Será justo después, a principios de los 50, cuando en los Estados Unidos surge un nuevo actor transformador, la Corte Suprema, la cual, durante dos décadas, reinterpreta su papel institucional, y exige a los estados una revolución de los derechos civiles que, entre otras cosas, terminó con la segregación racial.
Con la llegada al poder de Barack Obama, muchos vaticinaron un nuevo momento constitucional transformador. Sin embargo, lo que caracterizó este mandato fue cómo funcionó el juego de límites, pesos y contrapesos, de la Constitución, hasta el punto de que se llegó a sostener que el sistema estaba pereciendo por el extremo éxito en su control del poder, al neutralizar la capacidad de las instituciones federales para impulsar una acción de gobierno. El mandato de Obama fue, de hecho, tan intrascendente desde el punto de vista constitucional como decepcionante en lo social: se prometió un transformación que el Estado fue incapaz de acometer.
Si repasamos los grandes momentos constitucionales de los USA hay un elemento común. Todos ellos han significado mayor poder para el Gobierno federal, en detrimento de los estados y un avance en la igualdad de derechos. Creo que es muy probable que las elecciones presidenciales y legislativas de ayer hayan prefigurado un nuevo momento transformador sólo que de otro signo. El partido del presidente va a disfrutar, por lo menos durante dos años, de una mayoría en ambas cámaras y tiene garantizado también el control de ese actor político/jurídico que es la Corte Suprema. Esa idea de límite que es constitutiva al concepto de Constitución, no sólo se ve desdibujada por esto, sino también por la propia circunstancia de que Trump ha diluido la gran tradición política que le ha servido de plataforma, el Partido Republicano, incapaz ya, desde hace tiempo, de limitar su acción. Se ha producido del mismo modo una ruptura radical con el componente cristiano que, desde los orígenes, condicionó la imagen del liderazgo político en los Estados Unidos. El brillante acceso a la Presidencia de un delincuente convicto, de verbo grosero y que ha tenido que hacer frente a decenas de demandas por agresión y acoso sexual, deroga el retrato clásico del presidente como buen pastor que ya dibujó George Washington en su discurso de despedida. Además, si cualquier presidente de EEUU tuvo que enfrentarse a ese cuarto poder que son los medios, Trump accede al cargo a través de un pacto explícito con quienes determinan el nuevo gobierno de la opinión pública, que ya no son los medios de comunicación sino las corporaciones que rigen los foros públicos digitales. Si a todo esto le sumamos que Trump secundó hace cuatro años un intento de golpe de Estado, creo que no es exagerado decir que EEUU puede enfrentarse a un momento constitucional en el que se pueden derogar presupuestos elementales de la democracia, muy especialmente la alternancia política. Y es que nada garantiza que las elecciones de dentro de cuatro años se celebren con normalidad.
En todo caso, sí hay un límite en el esquema de Gobierno prefigurado por los padres fundadores que se mantiene. Se trata del federalismo. La descentralización política emergerá aquí como un frente de resistencia frente a la concentración de poder partidista en las instituciones del gobierno central. Fue Ronald Regan quien reivindicó volver a una idea originalista de los derechos de los estados, contra ese leviatán del gobierno federal que dejó el New Deal como legado. No deja de ser paradójico que esa sea ahora la principal esperanza del partido demócrata. Ellos gobiernan 23 de los 50 estados y ese será su contrapoder. El genio de Madison resiste sobre ese pie.
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