Sakamoto: Ars longa, vita brevis
Obituario
Hoy hemos conocido la muerte el pasado 28 de marzo de Ryuichi Sakamoto (1952-2023), uno de los grandes compositores contemporáneos que se movió entre la vanguardia, el pop, la electrónica y la música de cine.
A mediodía de este domingo hemos conocido la triste noticia. El pianista y compositor japonés Ryuichi Sakamoto (Nakano, 1952), uno de nuestros contados ídolos musicales desde la juventud, fallecía el pasado 28 de marzo en Tokio a los 71 años después de una larga lucha de ida y vuelta contra el cáncer.
La de El último emperador (1987), donde compartía firma junto a Cong Su y David Byrne y con la que ganó el Oscar, fue una de las primeras bandas sonoras que compramos en vinilo, y la de Feliz Navidad Mr. Lawrence (1983), con aquella memorable y perfecta melodía que nos sigue acompañando, también una de las primeras en nuestra colección de CD. Lo vimos dos veces en directo: en la Expo’92 de Sevilla y en el Teatro Infanta Leonor de Jaén en 2009, en su gira Playing the piano.
Hace cinco años, con la publicación de Async, Sakamoto regresaba tras cuatro años de silencio y tratamiento de la enfermedad. También en 2018 se estrenaba CODA, el extraordinario documental de Stephen Nomura donde podíamos verlo trabajando en su taller y escucharlo hablar de la experiencia cercana de la muerte al tiempo en que recorríamos su trayectoria desde los días con la Yellow Magic Orchestra (1978-1983), uno de los grupos pioneros del pop electrónico en Japón, a su solitaria labor de cuidado de los sonidos que iban a formar parte de ese proyecto discográfico que buscaba su esencia experimental en el encuentro entre el caos y la armonía, la naturaleza y la tecnología.
Aquel documental daba cuenta de una carrera ejemplar y mutante en la música contemporánea que se ha cerrado apenas unas semanas antes de su muerte, con la publicación de un nuevo disco (12) de bocetos sonoros estrenado en un evento online, la de un creador siempre inquieto y en constante búsqueda, la de una sensibilidad artística excepcional, transversal, vanguardista y cosmopolita, tan amante de los impresionistas franceses y Xenakis como de Mompou o la bossa nova brasileña, que encontró en las raíces de su cultura y en la relación entre el hombre y la naturaleza la materia prima para un discurso ético y estético comprometido con el ecologismo o el antibelicismo.
En su estudio casero de Nueva York, Sakamoto toca al piano un preludio de Bach y busca con sus secuenciadores una posible variación tímbrica y armónica. Se trata de dar con una música trascendental, humanista, perpetua y cinemática que quede suspendida en el tiempo luchando tenuemente contra el silencio, como en aquellas películas de Tarkovski que fueron para el compositor paisajes sonoros de referencia.
En CODA veíamos también un retrato pop de Sakamoto de inspiración warholiana. Eran los tiempos del sintetizador, los ritmos bailables, los colores chillones, el diseño y los escenarios, aquellos setenta y ochenta que lo convertirían en un icono popular en Japón exportable al mundo entero. El encuentro con el cine vino de la mano de Nagisa Oshima en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983), donde un impetuoso Sakamoto, actor protagonista junto a David Bowie, negoció para hacerse también cargo de la banda sonora. Después vendría el determinante encuentro con Bernardo Bertolucci en El último emperador, que se prolongaría con sendas y elegíacas partituras para El cielo protector y El pequeño Buda, y desde donde despegaría una carrera internacional que lo llevaría a colaborar con Pedro Almodóvar (Tacones lejanos), Brian de Palma (Snake eyes, Femme fatale), Oliver Stone (Wild palms), Kominski (Cumbres borrascosas), Maybury (Love is the devil), Girard (Silk), González Iñárritu (Babel, El renacido) o Guadagnino (The staggering girl). Aquellos años 90 fueron los del esplendor y la gloria, los del gran cine y los discos de baile, los de las sinfonías olímpicas (Barcelona’92), las colaboraciones de prestigio (de Caetano Veloso a Arto Lindsay, de David Sylvian a Madonna), la moda, el multimedia para las masas y la world music. Y a todo este repertorio más o menos coyuntural aportó siempre un plus de elegancia, inspiración y personalidad.
El Sakamoto maduro, sereno y lúcido del nuevo siglo se nos revela ya alejado de aquellos coqueteos con la épica romántica, el mundo fashion y los estadios. Regresa a la esencia del piano más minimalista y a los más sutiles tratamientos electrónicos, a la paulatina depuración de su lenguaje y a la revisión de su repertorio, a los colaboradores creativos (Jacques Morelenbaum en la vertiente acústico-melódica; Alva Noto o Fennesz en la más experimental) y a películas más pequeñas e independientes (Minamata, Becker, Próxima, After Yang) que permiten otros tratamientos musicales más íntimistas.
De vuelta a su estudio, lo vemos acariciar unas vasijas de porcelana y mezclar su sonido con el de los secuenciadores, con el del agua del Ártico (“el sonido más puro del mundo”) o los de la selva y los ríos africanos. El compositor sonríe discretamente, parece haber encontrado algo nuevo, una textura insólita, expresiva e inesperada, un nuevo sendero para seguir avanzando en su búsqueda sonora. Así queremos recordarlo.
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