Perfil: Toda una vida resguardado en las sombras
Rafael Azcona, el gran maestro de los guionistas, pasó toda su vida apartado de todo agasajo público, en la sombra, huyendo de vanidades. Sólo rompió ese molde en los últimos años, con algunas apariciones. Pero para su muerte eligió el silencio, el secretismo.
Azcona falleció a primera hora de la mañana del lunes, si bien era conocida su lucha contra un cáncer de pulmón desde que el 7 febrero no compareciera en la entrega de su Medalla al Trabajo.
Fue un secreto, el de su muerte, resguardado hasta su incineración, a las 16:00 de este martes, en la mayor intimidad. Y sólo después la noticia saltó a los medios.
Nacido en Logroño en 1926, se instaló en Madrid en plena posguerra. Eran días tristes, y el joven que se decantaría por ser humorista, escritor y guionista, no encontraba su sitio, pues, como le gustaba comentar, entonces odiaba el cine.
"Aparecía en pantalla un sitio cálido, unos padres comprensivos, refrescos enormes... y luego salías a la realidad. Así que, como no soy autolesionista, no iba al cine", explicaba Azcona cuando, desde finales de los 90, decidió salir a la luz, en contadas ocasiones y entrevistas, al reeditarse libros escritos en los años 50 como El repelente niño Vicente, o un recopilatorio de tres relatos: El pisito, El cochecito y Los muertos no se tocan, nene.
En la cercanía, el maestro se mostraba próximo a su interlocutor, tierno y cálido. Le gustaba gesticular, y no extenderse en las respuestas más que lo justo -como en sus textos-, usando las palabras exactas y mostrando una inteligencia que, no por conocida por su trabajo, dejaba de impresionar a quien se sentaba enfrente.
Tras su paso por La Codorniz, Azcona publicó su relato El pisito; y el italiano Marco Ferreri lo llevó al cine. Ahí nació el primero de los matrimonios profesionales de Azcona, a quien gustaba colaborar estrechamente con los directores: "Ellos saben -decía- lo que quieren y resulta fácil seguirlos".
Con la ironía siempre a flor de piel, este genio de eterna sonrisa, que se definía como "un hombre de izquierdas", a la hora de hablar de obras maestras suyas en el franquismo como El verdugo o Plácido negaba de forma tajante el socorrido dicho de que 'la censura agudiza el ingenio'. "El único efecto que produce es la miseria intelectual, el escribir con miedo, la autocensura", afirmaba el gran burlador de los censores, quien, junto a Berlanga, creó algunos de los grandes hitos de la historia del cine español.
El toque de Rafael Azcona, en sus más de cien guiones, era un asunto peliagudo. Siempre lo negaba, al igual que la etiqueta de "humor negro" que le colgaban. "Ese tipo de humor no es español, es más inglés y resulta muy intelectual -afirmaba-. Yo lo he rechazado siempre".
En su lugar admitía "la distorsión" como signo propio. La misma fórmula que guió a Valle Inclán, "la de los espejos distorsionantes que provocan un efecto chocante, por ver aquello que parecería normal de otra forma", contaba, antes de declarar su amor "por ciertas obras" de Valle Inclán, su "pasión" hacia Pío Baroja y su distanciamiento del neorrealismo.
De hecho, recordaba cómo Ferreri trajo a España los postulados neorrealistas, pero "no funcionaron porque había poco humor", explicaba Azcona, quien no se limitó a tocar un tipo de humor, sino que abordó otros géneros, como el drama.
Pronto dejó de lado la literatura para centrarse en los guiones. "Es más cómodo -razonaba no sin sorna-, porque en una novela debes hacer una descripción del ambiente, mientras que en el cine basta poner 'amanece". Y dejaba claro que sus personajes nacían de la observación de la realidad.
Recordaba con nostalgia las largas sesiones junto a Berlanga en la cafetería de unos grandes almacenes, mirando al personal, haciendo comentarios, sin prisas y con mucho humor. Y así iban surgiendo las historias y esos personajes que Azcona llevaba a unos límites que rozaban lo absurdo.
Pero luego, siempre, los rescataba. Trató a sus seres de ficción con inmensa ternura, por identificarse plenamente con ellos. "Yo soy como ellos. Me inspiro en el género humano", apuntaba este genial autor, entre cuyos galardones estaban el Premio Nacional de Cine (1982), varios premios Goya, incluido el Goya de Honor (1997), recibido en una gala en la que, como se esperaba, fue el gran ausente.
"Me da risa la vanidad, todas las vanaglorias me resultan patéticas", confesaba siempre este hombre oculto, tierno, maestro de toda su generación y de otra más joven, con nombres como Santiago Segura, David Trueba o Víctor García León.
Con medio siglo de oficio tenía claro qué es un buen guión, aquel con "una estructura de hierro, unos diálogos con sentimientos, que mantiene la tensión dramática y donde nada es gratuito".
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