Travesía de la noche

Las memorias de Anise Postel-Vinay, integrante de la Resistencia francesa y superviviente de Ravensbrück, evocan una vez más los crímenes del nazismo.

Sobre estas líneas, Anise Postel-Vinay (París, 1922); abajo, una fotografía de la presidiaria en el fuerte de Romainville (1943).
Ignacio F. Garmendia

09 de octubre 2016 - 05:00

VIVIR. Anise Postel-Vinay con Laure Adler. Trad. Laura Naranjo. Errata Naturae. Madrid, 2016. 112 páginas. 12,90 euros.

Las cenizas de dos de sus amigas y compañeras de cautiverio, la etnóloga Germaine Tillion y Geneviève de Gaulle-Anthonioz, sobrina del general que lideraba las fuerzas de la Francia Libre, ambas vinculadas a la famosa Red del Museo del Hombre que se configuró como uno de los primeros focos de resistencia durante la Ocupación, fueron acogidas en el Panteón de París en mayo de 2015. Ese mismo año, la ya nonagenaria Anise Postel-Vinay publicaba unas tardías memorias, ahora traducidas, donde ofrece un escueto recuento de sus vivencias como víctima de los campos nazis, compartidas con las citadas y otras muchas mujeres que padecieron en propia carne el terror instaurado por los alemanes en la Europa del Nuevo Orden. Redactado con la colaboración de la escritora, periodista y editora Laure Adler, biógrafa de Marguerite Duras, Hannah Arendt y Simone Weil, de quien acaba de aparecer en España -Un largo sábado (Siruela)- su libro de conversaciones con George Steiner, el relato de Postel-Vinay será uno de los últimos que transmitan en primera persona una historia ya conocida que por eso mismo tiende a ser olvidada, como temen los pocos testigos directos que siguen entre nosotros.

Estudiante de alemán, lengua que había aprendido de su madre alsaciana, Anise Postel-Vinay era "una chica ignorante de diecinueve años" cuando empezó a colaborar con la incipiente Resistencia que entonces, en 1941, aún no recibía ese nombre. El deseo de "hacer algo", como se solía decir entre quienes no se resignaban a la pasividad, la llevó a contactar con una red del servicio de inteligencia entre cuyos miembros menciona a Samuel Beckett, para la que localizó los búnkers situados en los alrededores de París o los impactos de las bombas inglesas arrojadas sobre El Havre, tareas no demasiado complicadas para una muchacha que "apenas sabía distinguir un tanque de una metralleta". Pronto fue detenida por la Gestapo y a partir de ahí comienza, en agosto de 1942, el penoso itinerario por sucesivos presidios -La Santé, donde pasó un año entero encerrada en una celda, Fresnes, Romainville, Aquisgrán- que la conduciría a Ravensbrück, campo alemán -en realidad un complejo, del que dependía la administración de muchos otros- mayoritariamente de mujeres junto al que se construyó una fábrica de Siemens que utilizaba la mano de obra esclava para producir armamento o tecnología militar. No se trataba en rigor de un campo de exterminio, pero disponía de cámara de gas y era también, aunque a menor escala, una "zona de muerte".

Clasificada en su expediente como NN -Nacht und Nebel o Noche y niebla, de acuerdo con el célebre decreto del mariscal Keitel que daría título al filme de Resnais-, Anise no tenía derecho a recibir paquetes ni correspondencia, pero esa limitación se reveló como un inconveniente menor ante la realidad de la vida concentracionaria. Rodeada de "mujeres desfiguradas, grises, con la mirada ausente", la joven, enferma de tuberculosis, trabajó en los talleres textiles y en una inconcebible cuadrilla de jardinería, peleando por la subsistencia y estrechando los vínculos -la solidaridad en el infortunio se convertía en una "necesidad vital"- con las bravas Germaine Tillion, cuya madre fue 'seleccionada' para su ejecución ante la impotencia de la propia Postel-Denoy, y Geneviève de Gaulle, que años después escribiría una memoria elocuentemente titulada La travesía de la noche. El deterioro físico, el agotamiento por la alimentación insuficiente, la visión de los cadáveres desnudos y amontonados, hacían mella en las reclusas que contemplaban horrorizadas los efectos de espeluznantes experimentos 'médicos', perpetrados sobre mujeres a las que llamaban 'cobayas' o 'conejas' y que, si no eran asesinadas poco después, como era la práctica habitual, quedaban mutiladas para siempre.

En los últimos momentos, antes de la inminente llegada de los aliados, "Ravensbrück se iba pareciendo cada vez más a Auschwitz", pero con la liberación no acabaron los problemas. Las presas que continuaban con vida debían afrontar la amenaza de las violaciones por parte de los soldados soviéticos o a veces la incomprensión cuando volvían a casa, donde su presencia, como han relatado tantos supervivientes, podía resultar incómoda. "Me da la sensación de que el mal alcanzó tal grado de existencia durante los años de guerra que a aquellos que no lo vivieron les resulta difícil creerlo", escribe Postel-Denoy. Su relato sin adornos ni pretensiones, casi escolar en su redacción, ofrece un precioso testimonio, pero es también o sobre todo una impugnación de la barbarie y un canto al valor de quienes se resistieron a aceptarla.

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