La belleza amarga
La libertad del artista. Censuras, límites y cancelaciones | Crítica
Athenaica edita 'La libertad del artista. Censuras, límites y cancelaciones', obra del constitucionalista Víctor J. Vázquez, en la que se aborda la conflictiva relación del artista contemporáneo con el límite y la naturaleza de las leyes
La ficha
La libertad del artista. Censura, límites y cancelaciones. Víctor J. Vázquez. Athenaica. Sevilla, 2023. 256 págs. 24,99 €
En esta obra del profesor Víctor J. Vázquez, obra de sólida erudición y notable perspicacia, se aborda la cuestión de la libertad artística desde un punto de vista jurídico; lo cual no obsta para que en dicho análisis del fenómeno artístico (Censuras, límites y cancelaciones es el subtítulo de este excelente ensayo), el autor exhiba un fino conocimiento de la historia del arte, absolutamente necesario para poner de manifiesto las relevantes variaciones que el arte actual ofrece respecto del arte y el artista en siglos anteriores. En tal sentido, se hace imprescindible la doble distinción inicial con la que el autor abordará la cuestión de la libertad artística. Una primera distinción es la que atañe a la propia naturaleza del arte, y en la que el profesor Vázquez adopta una perspectiva fenomenológica, que le evitará inútiles escollos: arte es lo que hacen los artistas. Un segundo matiz, de singular importancia, nos lleva a su colofón lógico: a qué artista nos referimos cuando nos referimos a los límites legales de su libertad. Bien. Este artista concreto, objeto del presente ensayo, es aquel que ha nacido a finales del XVIII y que conformará la idea romántica del creador como genio solitario, como individuo marginal, entre visionario y trágico, y cuyo mandato espiritual es el de enfrentarse a las convenciones sociales.
Recordemos que el joven Velázquez pinta “a lo valentón” cuando realiza naturalezas muertas, a la manera flamenca. Y que Rafael ejecuta adornos extravagantes, “grotescos”, en el Vaticano cuando copia las decoraciones descubiertas en la Domus Aurea de Nerón, a la que se accedía a través de una “gruta”. Todos ellos se mueven sobre un ideal de belleza indiscutido. Y también el XVIII neoclásico. Pero no así Goya cuando introduce la fealdad, la muerte, la violencia y la locura en sus lienzos. No es, en todo caso, hasta 1855 cuando Rosenkrantz formaliza una Estética de lo feo. De esta enumeración sumaria se desprende que el arte, a partir del XVIII, y al amparo del concepto de lo sublime, va a incluir una considerable porción de la realidad -tanto externa como interior al hombre-, que no figuraba en el canon vigente desde el XV-XVI, salvo como anomalía -piénsese en Caravaggio-. Una parte fundamental de esta novedad será, no sólo la exploración, sino el prestigio que adquirirá el Mal, como disolvente y agitador de la sociedad “mostrenca”. (“Un día senté a la belleza en mis rodillas, y la encontré amarga, y la injurié”, escribe Rimbaud). Otra parte, en absoluto secundaria, será la profunda remoción formal, y el olvido de cánones anteriores, que alcanza su ápice en las vanguardias. Este es el artista que aquí se analiza, en su contorno jurídico, con ambición de totalidad, y donde vemos avanzar al autor con diligente cautela, para no dejar atrás ninguno de los aspectos que atañen a esta colisión entre el artista y la ley, cuando ella se produce.
¿Pero cuándo ocurre esto? Según manifiesta con claridad y detalle el profesor Vázquez, el artista tropieza con la ley cuando hay un daño real a terceros. No cuando hay una ofensa a la moralidad -recuérdese los juicios a Baudelaire, a Flaubert, etc.-, ni cuando se trata de una grosería, más o menos lancinante (a cargo del erario público, no con poca frecuencia). En este sentido, el profesor Vázquez hace una sutil apreciación de la subvención como posible forma indirecta, y mucho más extendida, de censura. Y también recalca la secular y asenderada relación del arte con la religión, hoy perfectamente clarificada, salvo en lo que atañe, por ejemplo, a recientes episodios de terrorismo islámico donde se trata de castigar al artista “blasfemo”.
Termina el autor acotando las implicaciones del fenómeno cancelatorio y su descarnada voracidad inquisitorial, apoyada en un moderno soporte técnico (antes se ha aludido a los derechos que asisten -o no- a una IA, a la ficción sucia, a la autoficción y otras cuestiones sumamente porosas). Con todo, es la solvente imbricación del arte en su contorno legal, el análisis del artista desde la contextura social y jurídica en la que obra, es la comprensión amplia y certera del fenómeno artístico, lo que hacen de este libro, escrito con claridad y belleza, un libro sobresaliente en muchos aspectos, que exceden y completan el ámbito de lo jurídico.
Artistas y criminales
Cuando De Quincey, lector voraz de sucesos, escribe su Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, no está haciendo una incómoda broma literaria. Está reclamando, como ya había hecho Lessing apostillando a Winckelmann, unas herramientas propias de análisis, aplicables a cada disciplina. Esta distinción formal de las artes es la que llevará, no mucho más tarde, al camino acotado y sin fin de la pintura abstracta. Pero también nos llevará a hablar con oportunidad, desde sus propios considerandos, de la excelencia o la pericia de un criminal, al ejecutar sus abominables virtudes (esto es, nos llevará a la crítica). Al estudio de un vertiginoso criminal de esta especie iba dedicada la obra de De Quincey. Lo cual es una forma, otra más, de introducir el horror, lo espantoso, lo indeseable, como tema legítimo del arte. Sin embargo, no es el arte interesado por lo delictivo, sino el artista que se desliza en el hueco del delito, lo que aquí siluetea el profesor Vázquez en su preciso contorno. Y ello, destaquémoslo, en una época que busca esa confrontación, ese límite último de la legalidad, como uno de los distintivos del arte contemporáneo, a partir de la segunda mitad del XX.
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