Un drama rural
'MARÍA ZEF'. Paola Drigo. Trad. Paula Caballero. Periférica. Cáceres, 2016. 232 páginas. 18 euros.
En esta novela de Paola Drigo, publicada en 1936, se cruzan dos aspectos de la realidad -dos temas literarios- que a esas alturas del XX gozaban de desigual fortuna. Por un lado, el orbe ascendente de lo femenino y su inclusión en el imaginario artístico y en la propia elaboración del arte. Por otro, el largo declinar de una forma de vida (el mundo agrario y su relato), que desde el XVII viene cediendo su protagonismo a la metrópoli. Cuando el realismo del XIX -o el neorrealismo del XX- vuelva su mirada al agro, lo hará desde una perspectiva urbana, en la que la explotación y el atraso, y no el tenue bucolismo de los lakistas, cobran una radical importancia.
A nadie se le escapa que dicho juicio viene asociado a los movimientos sociales que nacieron en el XIX y atronaron el XX. Y tampoco que la vida en la ciudad añadirá un algo de extrañeza, de fatigada repulsa, a las costumbres seculares del campo. Aun así, lo que aquí se dramatiza, con escritura viva, colorida y precisa, es el infortunio de unas huérfanas reducidas -o casi- al estado de naturaleza, y la dura supervivencia en la montaña. Como es lógico, esto queda muy lejos de aquella trepidación ideal de las novelas góticas de Radcliffe, donde una hermosa joven sorteaba con éxito innúmeros peligros. Y también del agitado vaivén, entre el desconsuelo y el éxtasis, de la novela romántica, donde prima el hemisferio anímico.
La María Zef de Drigo, como ya hemos visto en la Pardo Bazán, en Carmen de Burgos, en Concepción Arenal, en tantos otros, es simplemente una infortunada criatura, convertida en utensilio del hombre. Y como tal habrá de padecer un destino miserable y aciago. Podríamos citar aquí a De Amicis o a Dickens para ilustrar el tema del huérfano, tan vivo y relevante en el XIX. No obstante, en Drigo no hay una dulcificación de lo rural, ni una graciosa atenuación de la infancia. Más que un melodrama al uso, María Zef es un oscuro drama, vagamente folletinesco, donde asoma el rubor aldeano y la violencia antigua que, comenzado el XX, había glosado Valle-Inclán en sus Comedias bárbaras.
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