Belleza y barbarie
El brazo de Pollak | Crítica
La conmovedora novela de Hans von Trotha reconstruye la brillante y trágica trayectoria de Ludwig Pollak, uno de los grandes anticuarios y coleccionistas del siglo XX
La ficha
El brazo de Pollak. Hans von Trotha. Trad. Jorge Seca. Periférica. Cáceres, 2024. 168 páginas. 18 euros
La peripecia del conjunto escultórico Laocoonte y sus hijos, uno de los más célebres de la Antigüedad, atribuido por Plinio a tres artistas de Rodas que probablemente lo esculpieron en el siglo I d.C., tomando como modelo un original de época helenística, tiene ingredientes novelescos que van más allá de su significación en la historia del arte o la filosofía, donde es obligado citar la obra en la que Lessing –como antes Winckelmann o después Goethe– se sirvió de la estatua para discurrir sobre los “límites de la pintura y la poesía”. Descubierto a comienzos del siglo XVI en el solar donde estuvo la casa del emperador Tito, el conjunto causó un profundo impacto y tendría una influencia enorme en la estética del Barroco. Fue comprado por el papa Julio II, incorporado a las colecciones vaticanas y sometido a una intervención que restituyó los miembros perdidos. Frente a la opinión de Miguel Ángel, que sostenía que el brazo derecho de Laocoonte debía estar contraído, la restauración de 1532 lo dispuso alzado y en posición vertical, tal como puede verse en las imágenes previas a su eliminación. Siglos después, a comienzos del XX, el marchante y coleccionista Ludwig Pollak (1868-1943) encontró el brazo verdadero, incorporado hoy a la escultura original, y cambió de ese modo la forma de interpretarla.
La fascinante trayectoria del erudito, judío de Praga e italiano de adopción, aunque su hogar y su patria se encontraban en Roma, “una idea, un emblema de grandeza”, ha sido reconstruida por el escritor y periodista alemán Hans von Trotha en una hermosa y conmovedora novela que lo presenta en la víspera de su prendimiento y deportación a Auschwitz, el 15 de octubre de 1943. Para el día siguiente está prevista una redada que se llevaría por delante a más de un millar de miembros de la comunidad judía de la capital italiana, “una de las más antiguas del mundo”, y por esa razón lo visita un emisario del Vaticano, el profesor K., que trata en vano de convencerlo de que huya con su familia para evitar ser apresado por las SS. Pollak, sin embargo, en lugar de acceder a las súplicas del emisario, que le advierte del peligro inminente, se aplica a rememorar su vida con desconcertante serenidad, tratando de servirse de sus recuerdos “para aplazar el presente”. Su interlocutor lo escucha entre inquieto y fascinado, preso de la impaciencia pero a la vez consciente del privilegio de asistir a una evocación que fluye desordenadamente, entre continuas divagaciones que no le impiden repasar los hitos principales de su fecundo itinerario.
Son recuerdos de infancia en su ciudad natal o de la casa primera en el gueto, y más tarde de una exitosa carrera profesional que lo llevó a emprender numerosos viajes y a tratar a celebridades como el músico Strauss, el escultor Rodin o el mecenas J.P. Morgan. Pollak se duele de la expulsión de Italia en 1915, cuando con gran pesar tuvo que abandonar la terra benedetta de Roma, y narra otros episodios de discriminación que incluyeron la calumnia o el secuestro de bienes, pero pesa más el orgullo por su bien ganado prestigio. Atraído desde niño por “todo lo antiguo y venerable”, se precia de su capacidad, desdeñada por los “distinguidos académicos”, para diferenciar, gracias a un “olfato especial”, las piezas falsas de las verdaderas o las corrientes de las extraordinarias. Examinar, documentar y evaluar las obras, y enmarcarlas en un conjunto que les dé contexto y sentido, es su vocación y su especialidad, basada en una familiaridad profunda que trasciende el oficio, pues “tanto la creación de una colección como su reflejo en un catálogo son arte”. Excluido de la Universidad, el “investigador austriaco independiente” se convierte en un experto de renombre internacional, por la época en que “los judíos todavía recibían medallas”. Su labor de anticuario ha tenido muchos éxitos, pero ninguno superior al hallazgo de la extremidad perdida, que custodió un año entero en su casa antes de entregarla en el Vaticano. Hizo pública su conjetura en una monografía, El brazo derecho de Laocoonte, publicada en 1906, coincidiendo con el cuarto centenario del descubrimiento del conjunto.
La ficción de Von Trotha, narrada por el profesor K, que introduce a veces la voz de monseñor F., de quien ha partido la iniciativa de salvar al coleccionista, contiene las “memorias biográficas” de Pollak, basadas en sus archivos y diarios, y las enriquece con un fondo meditativo que atraviesa los tiempos y confronta las encarnaciones del poder –en las figuras de Julio II, Francisco I, Napoleón o Mussolini– desde sus respectivas ambiciones refundadoras. A ellas se oponen las nobles presencias del barón Giovanni Barracco, “un maestro y un sabio, no sólo en cuestiones de escultura antigua”, o de su venerado Goethe, un “dios olímpico” cuya obra, en particular el Viaje a Italia, es objeto de devoción inextinguible. Ellos, el arte y sus custodios e intérpretes, representan la idea de civilización y el culto a la belleza frente el odioso rostro de la barbarie.
Dos Laocoontes
Por su buen estado de conservación, por el dramatismo de la escena que representa y por la calidad de su acabado, el conjunto de Laocoonte es una de las piezas más conocidas del arte antiguo. El personaje, que no aparece en Homero pero sí protagonizaba una tragedia perdida de Sófocles y figura en otros autores griegos, fue el único en advertir, junto a la vidente Casandra, del peligro que conllevaba la aceptación del caballo de madera que provocaría la caída de Troya. Una parte de los estudiosos, aunque la datación de la obra sigue siendo discutida, sostiene que la escultura sigue el relato de Virgilio en el libro segundo de la Eneida, donde se recoge el verso tantas veces citado –Timeo danaos et dona ferentes– que invita a desconfiar de los enemigos “incluso si traen regalos”. El sacerdote atacado por “dos enormes serpientes”, dice Pollak con palabras de Von Trotha, debía morir desatendido, pues la salvación de la ciudad minorasiática habría implicado la inexistencia de Roma, que de acuerdo con el mito fue fundada por el troyano Eneas tras su huida a Italia. Del mismo modo que la Ciudad Eterna, el Laocoonte es una idea, y el hallazgo del brazo “destruyó esa idea” o más bien cambió el modelo del héroe, “monumental, sublime, falso”, por otro que apunta a la humanidad sufriente, a través de un condenado que como el propio Pollak no puede –o en su caso no quiere– hacer nada para evitar su destino.
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