Quino: el humor y la angustia
Adiós al padre de Mafalda
Muere a los 88 años el historietista argentino, padre de Mafalda, la pequeña impertinente y superdotada de la eterna denuncia, su criatura más emblemática y querida en todo el mundo
Su historia fue una de naturaleza perenne: la del creador devorado por su propia criatura
Sevilla/Un muy buen ejercicio para el día de hoy, el que sigue a la muerte de Quino, es revisitar la entrevista que en el programa A fondo le realizó Joaquín Soler Serrano en los últimos años de los 70. Para empezar, tenemos la oportunidad de contemplar al hombre, y no un mero lápiz: el individuo tridimensional que hay detrás o debajo de la miríada de viñetas que han llenado el mundo (en treinta idiomas), y que han querido socavar al lector, hacer oscilar algunas de sus convicciones más arraigadas con dos armas de paralela eficacia: la acidez y la ternura. Ahí veremos, también, que Joaquín Salvador Lavado, Quino, era un señor de gafas espesas y una abrumadora calvicie, que habla para la cámara con algo de cansancio y, sobre todo, bajo la asfixia de una timidez de varios quintales. Unido a esto último va el pesimismo: "Es que sí, a mí la vida me angustia mucho –declara sin ambages–. Supongo que el humor es una manera de sobrellevarlo".
Una de las cosas que peor soporta este señor apocado en esa entrevista en blanco y negro es que le hablen de su némesis, de su otro yo, de la causa de su inmortalidad. Cuando la conversación se celebra (1977), hace menos de un lustro que ha ejecutado a esa niña impertinente y sobredotada, a ese icono con lazos y el índice de rectitud acusatoria que puso para muchos el nombre de la ciudad argentina de Mendoza en el mapa y se convirtió en marca de fábrica de su país, junto a un escritor ciego y un futbolista que marcaba goles con la mano. "Mire –dice–: hace once años que me dedico a otras cosas y creo que es injusto quedarse sólo con eso". La perenne historia del creador devorado por su criatura, del espectro que sobrevive al hechicero que lo invocó. Inevitablemente, hoy muchos pensarán que lo que murió ayer es Mafalda, sin dedicar un segundo pensamiento a este dibujante anodino, casi ministerial, que la alumbró por primera vez como figurante en un anuncio de electrodomésticos.
El año era 1962. Aquel mendocino, hijo de emigrantes andaluces de Fuengirola que acabaría (ya rondando el final de siglo) por adoptar la nacionalidad española, se ganaba la vida como caricaturista y autor de tiras cómicas: una profesión de la que jamás se sintió muy ufano y que no entendía muy bien por qué otros alababan ("uno puede hacer muchas denuncias, pero los dibujantes no derrotaron a Hitler"). Recibió el encargo de idear una familia tipo, un tópico y un porcentaje, para vender lavadoras que en realidad no llegaron a ninguna parte: porque el cliente no aceptó los bocetos y la niña, los padres, el hermanito y la cohorte de amigos intermitentes pasarían a dormir el sueño de los cajones hasta que la revista Primera plana los rescatara del vacío. La casa de electrodomésticos del desaire se llamaba Mandsfield: de ese nombre, deformado, denunciado, caricaturizado también él, brotaría la niña de la eterna denuncia.
Nueve años vivió Quino sometido. Parece cruel referirse a ese espíritu protector de tantísimos lectores como una losa o un grillete, pero resulta que su creador no acabó por sentirla de un modo diferente. Aunque otros dibujantes de carrera más larga (pero no tan ancha) habían aconsejado al joven Joaquín no atarse jamás a un personaje fijo, él desobedeció y se obligó a descubrir la maldición por sí mismo: tiras semanales a un ritmo febril, la rigidez paulatina del dibujo, la creatividad que se agosta y, al correr por los mismos cauces, termina por reducirse a un hilo que no permite navegar; en suma, "una esclavitud". Quizás otro artista con una visión mejor iluminada de las cosas, más afín al diorama o la decoración navideña, habría intentado la reconciliación con el éxito, pero él se sintió sobrepasado: en 1973 puso final a un diálogo que no volvió a retomar jamás, a pesar del clamor popular para que la niña resucitara del papel.
Siguieron años de proyectos más serios, meditados y probablemente antipáticos, Quinoterapia, Qué presente impresentable, donde el viejo pesimismo de la calvicie iba dejando testimonio del lugar insoportable en que el mundo había convertido por convertirse. Hasta que en 2006, como colofón a una serie de desencuentros clínicos, los lápices se detuvieron definitivamente, y con ellos, es posible, las escasas ansias de vida que restaban en el fondo del vaso. Nada sorprendente en quien confesaba su perfecta inutilidad "para cualquier asunto práctico", y prefería mirar la existencia, propia y ajena, desde la barrera de la página dividida en cuadrículas, atento a denunciar los desmanes del presente y tratar de mejorarlo. Aunque no derrotara a Hitler.
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