Cuento de invierno
Algo del otro mundo | Crítica
Impedimenta publica el único relato corto de Iris Murdoch, hasta ahora inédito en español, una pequeña obra maestra traducida y comentada por Pilar Adón
La ficha
Algo del otro mundo. Iris Murdoch. Traducción y posfacio de Pilar Adón. Impedimenta. Madrid, 2024. 80 páginas. 14,90 euros
Siete novelas de Iris Murdoch, varias de ellas reeditadas, suma ya el catálogo de Impedimenta, que está haciendo realidad con su Biblioteca el viejo deseo de los lectores españoles de poder acceder a su obra de una forma regular y sostenida en el tiempo, pues la autora angloirlandesa no ha tenido entre nosotros una recepción acorde a la calidad de su escritura. A ellas acaba de sumarse su único relato corto al que la traductora, Pilar Adón, ha añadido un excelente posfacio que explica muy bien el lugar que ocupa en el conjunto de su narrativa, lo que lo une a ella –la inteligencia, el humor, un clima moral característico– y también lo que lo diferencia. Aparecido originalmente en 1957, en la tercera entrega de una antología temática titulada Winter’s Tales que incluía a otras autoras como Doris Lessing o Brigid Brophy, Algo del otro mundo pertenece a la primera etapa de Murdoch, que había publicado para entonces tres novelas y pronto daría a conocer la cuarta. El tema de fondo es la brecha entre la realidad y el deseo, vinculado a su recurrente idea del buen amor como una forma de aceptación que excluye el autoengaño.
Ambientado no en el Londres que sirve de escenario a la mayoría de sus ficciones, sino en el Dublín natal del que la autora se mudó junto a su familia antes de cumplir su primer año y al que de algún modo permaneció sentimentalmente unida, el relato transcurre en un solo día, incluida la noche. La protagonista, Yvonne, al parecer inspirada en una de las primas irlandesas de Murdoch, convive con su madre, la señora Geary, que regenta una modesta tienda en Dún Laoghaire, cerca de Sandycove y de la Torre Martello donde empieza el Ulises. Tiene veinticuatro años y ya no es “tan joven”, como le dice su tío, que del mismo modo que la madre insiste en que se case con el empleado de sastrería que la pretende, Sam Goldman, “un muchacho agradable” pero no particularmente favorecido que a ella no le parece –something special en la variación de la frase que le da al relato su título original– “nada del otro mundo”. A ojos de sus mayores, que no ahorran comentarios despectivos referidos a la condición judía de Sam, Yvonne no tiene otra opción –“¿Es que no puedo ser amiga de un chico, sólo amiga…?”, protesta ella, negándose a seguir el destino de sus compañeras de colegio– que ese matrimonio indeseado, y lo mejor que puede hacer es olvidar las “ideas raras” que le inspiran las revistas femeninas y las novelitas, devoradas en el minúsculo habitáculo que ocupa junto a su madre.
Todo le resulta opresivo, la “caja de cerillas” que conoce y la que le espera si se deja convencer, el “ambiente húmedo y añejo” de la tienda, los rutinarios desplazamientos en el tranvía, hasta inocentes pasatiempos como el de ver zarpar el barco del correo en el que Yvonne –“¿Es que hay algún irlandés vivo que no quiera largarse a Inglaterra?”– sueña con marcharse un día. En su excursión con Sam a Dublín, Murdoch la describe como una joven frustrada e irritable a la que molestan las atenciones de su acompañante, que pese a su incapacidad de expresar lo que siente se desvive por complacerla, sin lograr otra cosa que exasperarla más todavía. El episodio del pub y sus dos ambientes separados, el respetable y anodino, tan tranquilo que parece una iglesia, y el turbulento y peligroso de la taberna, revela las dos caras de un micromundo provinciano –con personajes pintorescos como el poeta ebrio– en el que no parece haber alternativa. El itinerario concluye con la entrada en el parque ya cerrado, mientras la luna casi llena se refleja en el lago, donde Sam le muestra a Yvonne la imagen, triste pero evocadora, que para él representa la máxima belleza, en una inquietante epifanía que antecede al ambiguo desenlace.
Lejos de la idealización, la realidad irlandesa aparece reflejada de un modo casi naturalista que se presenta como un entorno pobre, tedioso y asfixiante, del tipo del que viven –y ellas sí dejarán atrás– las “chicas del campo” de Edna O’Brien. Tampoco la ciudad, retratada como una urbe espesa, maloliente y por momentos siniestra, ofrece grandes estímulos. Yvonne y Sam son dos personajes muy distintos que revelan ingenuidades contrapuestas, entre los cuales la comunicación parece imposible. Y sin embargo, con su sutileza habitual, Murdoch no deja de mostrar que tienen más que ver de lo que parece, en tanto que ajenos por distintas razones al lugar al que pertenecen y también por su deseo, tan torpemente manejado, de encontrar “algo especial” que dé sentido a sus vidas. La tensión emocional y el peso de lo no dicho permiten la comparación con Los muertos de Joyce, el célebre último relato de Dublineses, donde también se discurre de la insatisfacción y la conformidad, de un modo que como aquí conmueve profundamente. No apreciamos nada que remita de forma expresa a la biografía de Murdoch, pero como bien sugiere la traductora, que define la pieza como una “alegoría de los orígenes”, algo hay que le concierne, menos una impugnación que una especie de piedad antigua.
La soberanía del Bien
Frente a lo que podría pensarse por la severidad de su gesto y su sólida formación intelectual y filosófica –tuvo a Wittgenstein como maestro, publicó el primer estudio inglés sobre Sartre, enseñó muchos años en Oxford y escribió en términos lúcidos y originales sobre la obra de Platón–, las ficciones de Iris Murdoch no trabajan sobre abstracciones, sino que dibujan a personajes muy vivos, imperfectos y a menudo extravagantes, “intrigantes y manipuladores” o “compasivos y crédulos”, como los califica Adón, envueltos en crisis existenciales, enredos de todo pelaje y amores complicados o no correspondidos. Desdeñando el prestigio de los autores experimentales, Murdoch no tuvo reparos en pasar por alto las innovaciones del modernismo para entroncar con la gran narrativa decimonónica, alumbrando una obra original en la que mezcla personajes y tramas de rara comicidad con el trasfondo reflexivo y la intención moral que presiden todos sus escritos. No trataba de complacer ni tenía pelos en la lengua, a la hora de declarar, por ejemplo, que “el arte malo es el trabajo desordenado, autoindulgente y sumiso de una fantasía esclava”. Su forma de cultivar el realismo no excluye un componente espiritual y simbólico, traspasado por una idea no romántica del amor –lo llamaba “la soberanía del Bien”– en la que el impulso erótico y el trascendente se funden en una única aspiración suprema.
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