Álvarez Ortega, el poeta monástico

El cordobés ha cumplido 90 años alejado de la farándula literaria Sus allegados destacan de él su honestidad y su dedicación 'rilkeana' a la poesía

Álvarez Ortega, el poeta monástico
Irene Contreras Córdoba

27 de octubre 2013 - 05:00

Manuel Álvarez Ortega (Córdoba, 1923) ha cumplido 90 años en 2013. Entre sus premios (el más reciente, la Medalla de Oro de la Junta de Andalucía en 2007) no se encuentra el Nobel, aunque ha sido propuesto para el mismo en dos ocasiones. Pero la prioridad del poeta nunca han sido los reconocimientos ni las medallas: a lo largo de su vida se ha sabido mantener alejado de los grandes círculos poéticos, premios y escaparates que contradicen su visión abacial de la literatura. Ese encierro voluntario responde a su dedicación plena a la labor creativa, que inevitablemente desemboca en una poesía meditada, sensata, circular. También desemboca en una imagen quizá alterada de la personalidad de un poeta que no rinde pleitesía a las cortes culturales ni se desvive por ver su foto impresa en las páginas de un periódico (actitudes de las que él habla como farándula poética). Una rara avis, esquiva y hermética para los desconocidos, que huye de la condición de personaje público que otros artistas se pasan la vida buscando.

Esa vida rilkeana, consagrada a una literatura pura y preciosista, a la constante búsqueda de la perfección estilística, ha dado como resultado más de una treintena de poemarios en los que se preocupa por el paso del tiempo, la memoria y la metafísica. En los años 70, Álvarez Ortega era un poeta fiel a la palabra y al verso, heterodoxo de una suerte de tradicionalismo formal que no comulgaba con las modas estéticas que triunfaban en la época. Esto le hizo pasar desapercibido para muchos de sus contemporáneos mientras que los más jóvenes, los Novísimos, le reconocían como un maestro.

Destacan, además de su creación literaria, las traducciones que realizó de los poetas franceses y belgas a finales de la década de 1960: Álvarez Ortega era traductor cuando muy pocos traducían en España. La antología Poesía francesa contemporánea (Taurus, 1967) le valió el Premio Nacional de Traducción y el agradecimiento de poetas y poetófilos españoles que pudieron, a través de su labor, conocer la obra de autores vecinos como Lautréamont, Apollinaire, Breton o Péret. Mediante esta experiencia tuvo la oportunidad de trabajar codo con codo con los propios autores de las obras que traducía, de conocerlos personalmente más allá de sus versos, lo que no solo enriqueció su bagaje poético sino que le convirtió, además, en una figura de referencia en España sobre la poesía francesa. Ávido lector de las letras europeas de Rilke, Kleist o Hofmannsthal, se mostró crítico desde muy pronto con la poesía española al margen de Góngora, Quevedo, Garcilaso y algún elegido de la Generación del 27. Fue fundador de la revista Aglae, con la que decidió acabar en 1953 cansado de recibir poemas anodinos y repetitivos; ese fue el único proyecto colectivo y de alguna forma abierto en el que se embarcó: lo demás ha sido encierro, trabajo solitario, apartamiento. Desde hace años reside en Madrid y mantiene el contacto con pocas personas, las que han sabido, a lo largo de su vida, comprender y respetar su desapego a la publicidad y su personalidad crítica y ácida, a menudo tildada con el apelativo difícil.

"Su leyenda no la han fabricado sus allegados, sino los más ajenos a él". Quien habla es el poeta, crítico y catedrático de Filología Clásica Jaime Siles, que con 18 años descubrió en una librería de su Valencia natal el Dios de un día de Álvarez Ortega. Ese mismo año (1969) se conocerían en el Café Gijón, santuario de los literatos en Madrid, donde comenzó una amistad que aún hoy conservan. En torno a Álvarez Ortega se ha creado una atmósfera de misantropía que sus amigos más cercanos se esfuerzan en desmentir. De él destacan, por contra, su honestidad y coherencia tanto en la vida como en la poesía, a la que se ha dedicado de forma casi monástica. A finales de la década de los años 80, Siles le habló al poeta y editor Juan Pastor, fundador y director de Devenir desde 1984, de un poeta cordobés al que consideraba su maestro. Desde 1988 hasta hoy, Devenir ha dado luz a 11 títulos del poeta más dos ensayos sobre su obra. El pasado mes de mayo la editorial publicó Diálogo, un volumen que recoge una serie de entrevistas que el poeta ha concedido a lo largo de estos años.

En la década de los 70 era frecuente ver a Álvarez Ortega por el Café Gijón del madrileño Paseo de Recoletos. Allí se reunía con otros poetas, jóvenes y veteranos, como Siles, César Antonio Molina, Fanny Rubio, Gerardo Diego o Francisco Umbral. "Los poetas jóvenes nos acercábamos a él interesados por su figura, por conocer la isla que era", cuenta el también poeta cordobés Francisco Gálvez. "También, por su visión de la contemporaneidad poética, el estado de la literatura, los poetas franceses. Él nos atendía con educación". La linarense Fanny Rubio recuerda que "durante una época, Manuel iba todas las tardes al Café Gijón. Me gustaba oírlo. Era un cordobés con mucho acento, practicante, y recordábamos muchas cosas de Andalucía juntos". César Antonio Molina, exministro de Cultura y actual director de la Casa del Lector, había leído sus obras y traducciones antes de conocerle en el Café Gijón. Entonces descubrió en él "un maestro, una persona en apariencia poco accesible y gruñona que, cuando se le trata y descubre que compartes muchas de sus inquietudes, se muestra totalmente cercana y amable". Aquella cafetería madrileña, donde aún se reúnen los círculos de literatos e intelectuales, fue el escenario de coloquios sobre la poesía y la vida que descubrieron a aquellos que se acercaban a Manuel (a quien sus allegados llamaban cariñosamente Manolo) una imagen del poeta más tierna, más honesta y más nítida que la imagen que trascendía públicamente. Por eso, ante la más mínima referencia a su personalidad esquiva y su mordacidad a la hora de hablar de otros poetas, a sus amigos les saltan las alarmas: "Es honesto y coherente, no se casa con nadie", dice Juan Pastor; "su sentido del humor, su perspicacia, su forma de ser crítico sin crueldad hacen sonreír cuando lo escuchas", conviene Fanny Rubio; "puede ser feroz en sus juicios pero conmigo siempre ha sido tierno y humano", defiende Jaime Siles; "habla de los malos poetas sin tapujos, dando nombres y apellidos, lo que puede resultar políticamente incorrecto", reconoce Francisco Gálvez, "pero el tiempo le está dando la razón".

En 1998 la editorial Devenir publicó Dedicatoria, para conmemorar los 50 años de su primer libro. La presentación de la obra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid se convirtió en un homenaje al poeta, en el que Álvarez Ortega, receloso de este tipo de actos, accedió a acudir a regañadientes. El acto estuvo presidido por compañeros y amigos como Francisco Umbral, Jaime Siles, Francisco Ruiz Soriano, César Antonio Molina, Juan Pastor y Marcos Ricardo Barnatán. Además, acompañaron al poeta, entre el numeroso público de la emblemática Sala de Columnas, Jorge Urrutia, Rosa Pereda, Fanny Rubio, Jenaro Talens, Carlos Álvarez Ude y José Ramón Ripoll, entre otros. Pastor relata cómo tras la cena celebrada en ese encuentro, los poetas y amigos de su círculo más cercano decidieron presentar su candidatura al Nobel. "Al día siguiente se redactó la carta que mandamos a las instituciones, que, junto a un nutrido grupo de intelectuales y amigos, fue firmada y presentada por Jaime Siles, que estaba en la Unidad de Suiza, al Nobel". Pese a ser aceptada su candidatura por la Academia, finalmente el premio no se le concedió. Sus allegados coinciden en señalar que si Álvarez Ortega no cuenta con un gran palmarés de premios se debe, precisamente, a ese afán por mantenerse al margen. "Ha recibido menos honores, pero él nunca los ha buscado. De hecho, si se los dieran no sé si estaría dispuesto a recibirlos...", comenta Siles. "Ha asistido de manera distante al deterioro de la poesía hacia el mercado a través de los premios y la banalidad", opina Rubio, "y ha pagado el precio, que es no estar de moda. Pero cuando no estás de moda, estás siempre de moda". Por su parte, Gálvez afirma: "Su alejamiento ha permitido refinar su estilo. Nunca ha querido relacionarse al modo habitual. Pertenece a una escasa estirpe de poetas que no se pliegan". Molina también cree que Álvarez Ortega debería recibir los más importantes premios, "aunque lo que hace a un poeta no son los premios. Por ejemplo, Borges no tiene el Nobel". No obstante, continúa, "ha seguido el camino que su poesía requería, y si hubiese cedido en eso -modas, premios- quizás no habría sido el gran poeta que es. La gran poesía requiere de la inmensa minoría de Juan Ramón. Manuel tiene una carencia absoluta de necesidad de las glorias terrenales". El asturiano-leonés Antonio Gamoneda, ganador del premio Cervantes en 2006, apunta que en una ocasión Álvarez Ortega rehusó, "con suma educación", su invitación para participar en una importante lectura poética en el Palacio Real: "Valoro de forma positiva esa especie de soledad plenaria. Es una de las causas por las que ha logrado una obra incontaminada de tendencias y modas efímeras. Puede haberle restado popularidad, pero el valor real está en cómo cubre las hojas en blanco".

Siles cuenta que, durante la celebración del mencionado homenaje en 1998, Umbral le dijo: "Habrá un día en que las futuras generaciones pregunten por su obra, y entonces tú podrás decir: 'Yo conocí a Álvarez Ortega', como los portugueses dicen 'yo conocí a Pessoa". Y es que la prolífica obra del poeta cordobés, simbolista y pasional, no es casual ni improvisada. Álvarez Ortega ha trabajado la palabra con constancia y paciencia, dotándola de matices la mayoría de las veces melancólicos y angustiantes, otras exultantes de pasión por la vida, siempre flotando sobre ella la sombra de un desierto final que se acerca imparable. Su obra se sustenta sobre sí misma y se erige gracias a la constancia, al camino firme que el autor ha seguido a lo largo de toda una vida dedicada a la poesía. "Destaca en su obra la moral del lenguaje", dice Siles, que añade: "Manolo tiene un sentido del lenguaje como no ha habido en España desde Góngora. La palabra nunca ha sido para él comunicación, sino creación e investigación del misterio". Molina le define como un poeta "espeleólogo": "Se adentra en la lengua, la inteligencia y el ser para iluminar las cavernas abismales de la existencia".

Difícilmente adscribible a una generación o una tendencia estética, Álvarez Ortega es definido como poeta europeo. Su labor traductora le acercó de manera especial a la poesía que se hacía más allá de las fronteras españolas. "A través del estudio de los poetas franceses ha tenido acceso a la mayor parte de la poesía contemporánea. Esa diferencia de fuentes ha determinado el territorio de su escritura y esa cartografía poética y mental tan suya que le caracteriza", dice Siles. El escritor Antonio Colinas asegura que Álvarez Ortega "escribía siempre desde su propia y exclusiva voz, de una extremada pureza expresiva y con un gran afán reflexivo, meditativo, que era toda una rareza".

Una voz propia cincelada y barnizada a lo largo de años de buceo en el océano de la literatura y de la vida (el propio Álvarez Ortega lo postula así en Intratexto: "Poesía, en todo caso, más que conocimiento, es inmersión en el ser"). Una voz con acento cordobés que no obtiene, sin embargo, el debido reconocimiento en su tierra del que sí gozan otros autores como Antonio Gala o Pablo García Baena. Un paisano, Francisco Gálvez, lo reclama: "Manolo merece que su propia ciudad le demuestre el afecto que le debe".

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