Amaranto y oro, testigo mudo de una tragedia

Historia taurina

Cuentan que Gallito estaba alegre en Talavera, incluso se permitió el lujo de bromear con sus acompañantes, y le hacía ilusión el torear en una plaza que inauguró su padre

Córdoba se queda en Sevilla revestida de nazareno y oro

Imagen del traje que llevó Joselito en Talavera de la Reina, cedida por el Museo Taurino de la Comunidad de Madrid.
Salvador Giménez

28 de junio 2020 - 06:00

Roto, destrozado, inerte en el frío suelo. Allí está empapado de la sangre del que llamaron Rey de los Toreros. Nadie le echa cuentas. Ha sido rasgado sin cuidado alguno. El tiempo se hizo eterno desde el ruedo a aquella fría estancia. Las manos de Blanquet, aquellas que tantos toros domeñaron con el látigo de su capote, ahora se movían nerviosas. Provistas de unas tijeras fueron cercenando el punto de seda grana para ver por dónde se le iba la vida a Joselito.

Todo fue inútil. La guadaña de la parca, disfrazada del pitón astifino de Bailaor, había segado la vida del torero. Inerte sobre una vetusta camilla y cubierto por una manta, yacía inanimado el cuerpo de aquella primera espada que había sido llamada a cambiar la tauromaquia.

Atrás quedó su primera postura. Rutilante, brillante, chispeante a los destellos del sol. Dicen que fue estrenado en Lima durante la temporada invernal. La única que hizo José Gómez Ortega, Joselito el Gallo o Gallito en América. Terno torero y cabal. Grana bordado en oro, con pedrería azul. Por ello, Joselito, tan elegante como torero, gustaba acompañarlo de cabos, corbatín y faja, azul turquí. El hábito perfecto para ejercer como oficiante en el rito sacrificial del toreo.

Los ecos de la bronca de vísperas en Madrid, aún retumbaban en la cabeza del maestro de Gelves (Sevilla). El público se había mostrado duro. No le perdonaba, ni a José, ni a Juan, la debacle de la tarde. Tarde en la que el peso de la púrpura se hizo patente.

Su mozo de espadas había dispuesto el traje grana y oro, y los cabos azules combinaban con el terno

Tanto que Joselito pensó que había que dejar de torear en la villa y corte durante una temporada. Las dudas que motivan los fracasos le atenazaban. Pero había que seguir el camino y, con él, también el destino. Había que torear en Talavera de la Reina, donde seguro, como así fue, muchos seguidores madrileños se acercarían a verlo.

Cuentan que Gallito, a pesar del disgusto, estaba alegre en Talavera aquella tarde del 16 de mayo de 1920. Incluso se permitió el lujo de bromear con sus acompañantes. Le hacía ilusión torear en una plaza que había inaugurado su padre, el señor Fernando, el primer Gallo de tan ilustre gallinero. El destino le había llevado hacía allí. En un principio estaba previsto que actuara su hermano Rafael, pero su sino estaba ya marcado.

Paco Botas, su fiel mozo de espadas, había preparado la silla en una habitación del hotel Europa. Allí había dispuesto el traje grana y oro. Los cabos azules como el cielo combinaban a la perfección con el terno. Sobre ellos, montera y castañeta. El capote de paseo de seda negra primorosamente bordado en azabache y negra pedrería completaba la estampa. Las armas a velar por el torero momentos antes de jugar a muerte con el toro.

Llegó la hora de revestirse. Joselito canta alegre. Su fiel mozo de espadas no comparte aquella alegría juvenil. La letra de la coplilla no puede traer buenas sensaciones. José canta unas letrillas alusivas a la muerte de El Espartero. Fernando el Gallo, con quien comparte estancia, también viste de luces, y advierte que se ha dejado la faja en Madrid. Joselito se disgusta. ¡Cómo puede un torero olvidar una de sus prendas! Anda Paco, parte la mía y dale la mitad. Maravilla, como también le llamaron, ya está vestido. Parte hacia la plaza. También hacia su fatal destino.

La corrida discurre con normalidad. Joselito se luce. Su cuñado Ignacio, qué gran torero y qué gran hombre por descubrir para muchos, también destaca. Las corridas en provincias suelen ser aptas para el lucimiento, pero la tragedia y la muerte pueden estar presentes en cualquier momento.

“Al que le eche mano le mete el pitón hasta la cepa”, grita a su tropa el torero de Gelves

Salta el quinto toro a la arena. Bailaor es su nombre. Lleva el número 7 marcado en el costillar. La clarividencia del espada se hace pronto cargo de la poca claridad del bruto. Ordena a su hermano Fernando que se retire al callejón, advirtiendo al resto de su cuadrilla que cuidado. Al que le eche mano le mete el pitón hasta la cepa, grita a su tropa. Toma la muleta y procede a preparar al toro a morir.

En un receso, Bailaor se arranca rápido. Gallito no tiene tiempo de nada. Al caer al suelo se da cuenta de la gravedad del percance. De sus labios sale el nombre de Mascarell, al igual que años después se llamó a Giménez Guinea o a Ramón Vila. El destino no era otro más que convertirse en mito. Blanquet corta presuroso el punto grana teñido de sangre. Todo es inútil. Joselito ha muerto.

En un rincón queda el terno. Roto y abandonado. Algunos toman alamares y trozos, reliquias de culto para el recuerdo. Hoy solo quedan pedazos que son objeto de culto. Qué bonito el grana y oro. Qué torero. De valientes. Prenda para triunfar y mortaja para morir. Testigo mudo de una tragedia y cantado por poetas. Alberti, sin más, escribió idealizando aún más el color de la sangre vertida: "Niño de amaranto y oro / cómo llora tu cuadrilla / y cómo llora Sevilla / despidiéndote del toro".

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