Canario y plata: provocación, heterodoxia y el triunfo de un torero de masas

Historia taurina

Jesulín de Ubrique, sabedor de las fobias de algunos de sus compañeros y como buen provocador que es, eligió el color “maldito” para vestirlo en aquella temporada de 1994

Traje amarillo que lució Jesús Janeiro en 1994 en Valencia. / El Día

EL 29 de diciembre de 1940, el toro Cobijero, de la ganadería de Piedras Negras, acabó con la vida del espada azteca Alberto Balderas. El suceso tuvo lugar en la plaza del Toreo de la Condesa de la capital mexicana. Un hecho luctuoso más en la historia de la tauromaquia, donde la muerte y el drama siempre están presentes. Vestía Balderas aquella trágica tarde un terno de estreno. En concreto, un canario y plata.

El tono amarillo, tan odiado y defenestrado por la gente de la escena, presente en una función donde se muere de verdad. Balderas, ajeno a la superstición, murió estrenando terno de tan singular color que pusiera de moda en su tiempo Rodolfo Gaona. Precisamente de ahí, puede ser, que el amarillo fuera mejor visto en México que en España en las plazas de toros, pues hasta siete toreros lucieron tonos ocres o amarillentos aquella lejana tarde de diciembre de 1940. El amarillo volvió, esta vez sí, a tener ganada su fama de atraer la mala suerte.

Tal vez aquella mañana del jueves 17 de marzo de 1994 en Valencia, medio siglo después de tan trágico suceso, aquel chiquillo deslenguado, vivaz, iconoclasta y provocador está radiante enredando en el hotel donde se hospeda. Su particular carácter cae bien a muchos, pero también resulta molesto para otros, precisamente los más fieles defensores de los valores clásicos de la fiesta. Aquel muchacho tiene una conexión con el gran público enorme.

Sus apariciones televisivas lo han acercado a las masas, como hacía años que no lo hacía ningún torero. La gente, da igual que gustasen o no de acudir a las plazas de toros, estaban con él. La polémica también. Fuera de la plaza era un huracán, dentro de ella su compromiso y valentía también eran máximos. Aunque negado por el sector más crítico de la afición, su cercanía, su carácter extrovertido y jovial, así como su conexión con el público, hacía que fuese un torero muy apetecible para la confección de los grandes carteles.

Aunque la responsabilidad iba por dentro, Jesulín de Ubrique no para de bromear con su entorno en aquella mañana fallera. Saca de quicio a su gente. Es una tarde importante en una feria de postín y en uno de los carteles más rematados del ciclo. Un triunfo puede suponer un espaldarazo importante a su carrera. Sobre la silla, un singular terno.

El extrovertido torero se ha mandado hacer por Justo Algaba un traje canario y plata. Tal vez Jesús no supiera quién era Alberto Balderas, pero sabedor de las fobias de algunos de sus compañeros, algunos con años de alternativa, y como buen provocador que es, ha elegido el color “maldito” para vestirlo en aquella temporada de 1994. El caso no es otro que “molestar” a los compañeros supersticiosos y, de paso, que se hable de su persona.

La tarde luce radiante. Ha llegado la hora. Él es consciente de lo mucho que se juega este día. En los momentos previos al festejo, los minutos que pasan en el trayecto del hotel a la plaza, el amarillo es lo de menos. Las cavilaciones son otras. Cuando baja del coche, el gran público atraído por su singular personalidad se acerca a para tocar, o admirar de cerca, al nuevo héroe. Su sonrisa, picara y canalla, ilumina aún más la tarde en la capital del Turia.

Cuando entra al patio de cuadrillas, algunos compañeros, como también gente cercana al toro, cuchichean cuando ven el color del traje elegido para aquella tarde. Algunos no quieren ni mirar, mientras otros se alejan del torero gaditano. La hilaridad que ha causado el color del vestido de torear no ha pasado desapercibida. La primera batalla, la de la provocación y el dar que hablar, ya está ganada. Ahora solo espera el de las patas negras, el toro. El que pone a cada cual en su sitio.

La tarde resultó triunfal. La corrida de Jandilla resultó de buen juego y el lote que correspondió a Jesulín de Ubrique le permitió sacar al torero que llevaba dentro. Un toreo de un valor rayando en lo temerario, con una osadía que le lleva a pisar terrenos comprometidos, muy cerca siempre del toro y de los pitones, ligando los muletazos en un palmo de terreno y en muchas ocasiones con un temple innato. A su primero le cortó una oreja. Lo gordo vino en su segundo, el sexto de la tarde, al que realizó una faena en la que mostró que venía a la fiesta a revolucionarla, a torear más que nadie y, a ser posible, a ganar más dinero también que nadie.

Mientras lo llevaban a hombros al terminar el festejo veía cumplido su sueño. Ahora lo del amarillo era de menos. Aun así, lo siguió vistiendo, más que para provocar, aunque también, para amortizar el desembolso efectuado. Con él triunfó en más de una plaza, algunas de campanillas. También lo vistió una tarde en Toledo en la que se encerró con seis toros con un público exclusivamente femenino.

El furor amarillo era imparable, hasta que una tarde en una plaza francesa, un toro le dio un buen susto y un fuerte porrazo en el pecho, eso sí, sin más consecuencias. A raíz de aquello, Jesulín dejó de vestir aquel traje. Pensó que ya estaba bien de tentar a la suerte, o tal vez, ya se había enterado de quién fue Alberto Balderas.

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