Córdoba se queda en Sevilla revestida de nazareno y oro

Historia Taurina

Manolete hizo historia en el coso hispalense en una tarde en la que hizo patente que había llegado para marcar una época, para sentar cátedra y para cambiar el toreo

Traje que lució el maestro aquella tarde y que conserva la hermandad de Jesús Caído.
Traje que lució el maestro aquella tarde y que conserva la hermandad de Jesús Caído. / S. G.
Salvador Giménez

21 de junio 2020 - 04:10

Aún se escucha el ruido de las bombas. La guerra fratricida ha terminado. España ha quedado partida en dos. Vencedores y vencidos. Vencidos y vencedores. En el ambiente pesan los años duros del conflicto. Hay que vivir el presente. También en blanco y negro. El instinto de supervivencia humano dice que hay que mirar hacia adelante. Son los primeros años de la reconstrucción de un país destrozado.

Muy a pesar de las carencias, el español quiere olvidar pronto. Para ello se refugia, cuando se lo puede permitir, en los espectáculos que se le ofrecen. En los teatros triunfa el triunvirato formado por Quintero, León y Quiroga, donde los dramas por ellos creados son representados con éxito por las mejores voces de un genero hoy prácticamente perdido, como es la copla.

Caracol, Pinto o Valderrama dejaron los flamencos colmaos y noches eternas de juerga. Sus gargantas quebradas se hicieron igualmente hueco en espectáculos muy alejados del flamenco más ortodoxo, aunque aquella heterodoxia, gracias a la grandeza de sus sones, jamás dejaron de sonar a flamenco. Los toros son el gran espectáculo de masas de aquella España rota.

A poco de terminar la contienda, Chicuelo entregó a un joven y espigado espada cordobés, apodado Manolete, la llave de la tauromaquia moderna. Aquella que habían cimentado José y Juan en la llamada Edad de Oro. Aquella tauromaquia que el propio Chicuelo llevó a la práctica en contadas ocasiones debido a su enorme irregularidad. Ahora solo hacía falta alguien capaz de culminar aquellos esbozos. La Maestranza fue testigo de la cesión de trastos. Con ellos, el testigo de la evolución del toreo. El neófito no solo lo consiguió, sino que lo cimentó con creces. Su afición, su valor y sus enormes cualidades eran los avales en su progresión hacia la cima del toreo.

Sobre la silla del hotel Guillermo, Manolete ha dispuesto un terno nazareno y oro

Dos años después de aquel legado de secretos toreros, el joven espada se contrata de nuevo en Sevilla. Se anuncia tres tardes. Matará toros de Urqujio, también los temidos miuras y, para rematar el ciclo abrileño, se enfrentará a los del marqués de Villamarta. Triunfa con los murubes la primera tarde. Los miura, cómo no, salen complicados. Solo queda una tarde. La tarde en la que se plantó en lo más alto del toreo.

Sobre la silla del hotel Guillermo ha dispuesto un terno nazareno y oro. No era Manolete de trajes de tonos oscuros. Su majestad lucía más con tonos suaves. En aquellos años le cosía la ropa torera el célebre Manfredi, quien tenía su taller en la calle Jimios de la ciudad hispalense.

Tal vez su devoción al Señor Caído de Córdoba, de cuya cofradía era hermano mayor, le llevo a encargarse un nazareno y oro al igual que la túnica de su Señor. Y así vestido partió plaza en el coso maestrante junto a Pepe Bienvenida, Juanito Belmonte y Pepe Luis Vázquez, en una tarde en la que hizo patente que había llegado al toreo para marcar una época, para sentar cátedra y para cambiar el toreo.

Antonio Olmedo Delgado, quien firmaba sus crónicas con el seudónimo de Don Fabrizio, escribió lo siguiente: “Las campanas de Córdoba, plañideras porque había muerto Guerrita, trocaron el afligido son en alegre repique de gloria, porque Manolete, legítimo sucesor de aquel coloso, superó hasta la sublimidad el memorable arte de su ascendiente. No alcanza nuestro recuerdo nada semejante: de tanta justeza y elegancia, de tal calidad como la faena del cordobés al séptimo de Villamarta”.

El 20 de abril de 1941 en la Maestranza quedó grabado en los anales de la historia del toreo

La ágil y bella pluma del crítico continuó describiendo lo acontecido en aquella tarde histórica para el toreo: “el cordobés tomó al bravísimo toro con tres ayudados estatuarios, y seguidamente, en terreno donde apenas si cabían toro y torero, ligó cuatro soberbios naturales con el de pecho sin que las zapatillas despegasen del suelo siquiera un ápice. Toreo inimitable, reposado, plácido, dominador, serio, verdadero; movido el toro con el engaño en torno a la gigantesca figura del lidiador, mediante el insuperable jugar de los brazos”.

El público se olvida de los pesares de aquella España. Manolete hace que todos los asistentes vibren entusiasmados. Culmina su obra con un volapié preñado de ortodoxia. El de Villamarta rueda a sus pies. El palco concede las dos orejas y el rabo para aquella genial e inspirada faena.

La fecha del 20 de abril de 1941 quedó grabada en los anales del toreo. José Luis de Córdoba escribió: “La tarde del domingo 20 de abril de 1941, el diestro cordobés Manuel Rodríguez Manolete levantó en el centro del ruedo de la Maestranza sevillana un monumento al arte del toreo, en cuya base reza esta leyenda: Córdoba queda en Sevilla. ¡Que nadie la mueva!”.

Desde entonces allí está presente. Nadie la ha movido aún. Aquel rabo no era un despojo, era el cetro del toreo, para un rey que vino a evolucionar el arte hasta el límite más inverosímil.

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