Diálogo de trapenses: viaje a las entrañas del puro cine
Drama, Francia, 2010, 120 min. Dirección: Xavier Beauvois. Guión: Beauvois y Etienne Comar. Intérpretes: Lambert Wilson, Michael Lonsdale, Jacques Herlin, Philippe Laudenbach, Xavier Maly, Loïc Pichon. Fotografía: Caroline Champetier. Montaje: Marie-Julie Maille. Guadalquivir.
Dreyer, Bresson y Pasolini nos enseñaron dos verdades. Que el martirio es una dura cosa, ya se trate de Juana de Arco, monjas carmelitas o el propio Jesús Nazareno; y que el cine que se aproxima al misterio de lo sagrado sólo puede actuar por sustracción de elementos, hasta lograr lo que unos han llamado la imagen trascendental y otros la imagen ascética.
Porque, empezando por lo segundo, si en la vida religiosa la ascesis es el conjunto de prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud a través de la negación de los placeres y el autodominio, la ascesis cinematográfica niega la autocomplacencia en la imagen, rechaza las tentaciones del sentimentalismo, elude las trampas de la hagiografía, impone el estatismo al dinamismo cinematográfico, abre espacios de silencio y practica el más férreo dominio de la técnica para lograr la liberación de los objetos y los rostros presentes en planos de elaborada simplicidad, convocando esa intuición de lo sagrado que sólo se da en la desnudez y el silencio.
En cuanto al martirio, sólo un loco o un fanático lo abrazaría sin sentirse desgarrado entre la fuerza que Dios y sus convicciones le infunden, el miedo al sufrimiento y la muerte, y la angustia ante el silencio de un Dios que permite el sufrimiento de la víctima inocente y la victoria del verdugo. Lo que, en el cristianismo, se representa en la agonía del Huerto de los Olivos.
El actor, guionista y realizador Xavier Beauvois no tiene la talla de Dreyer, Bresson o Pasolini. Tal vez aún no la haya alcanzado o tal vez nunca lo haga. Pero con unas pocas películas, intensas y muy diferentes entre sí a la vez que unidas por la tragedia como lucha entre la voluntad y el destino, es uno de los más interesantes realizadores del penúltimo cine francés. La autobiográfica Norte (1991), la exasperada No olvides que vas a morir (1995), el melodrama social Según Matthieu (2000) y el naturalismo negro de El pequeño teniente (2005) han ido creando, con distanciada regularidad, el estilo y el universo temático identificables de un autor a la vieja usanza del cine francés.
De dioses y hombres supone un enorme salto en esta carrera hasta ahora regular. Filmando a contracorriente Beauvois escoge la temática religiosa en sus manifestaciones más extremas -el monaquismo y el martirio- y en el contexto más actual y conflictivo -la masacre de cristianos a manos de fundamentalistas islámicos- basándose en un episodio real acontecido en 1996: el acoso, secuestro y asesinato de los monjes de un monasterio trapense argelino.
Siguiendo la estela de Diálogo de carmelitas -también episodio histórico de religiosas de clausura asesinadas por el fanatismo durante la Revolución Francesa- Beauvois se interesa por la irrupción del miedo en una comunidad cerrada a los placeres del mundo a la vez que abierta a todas sus tentaciones y solidariamente conectada con su entorno inmediato. No tienen nada, por propia renuncia, pero ayudan a los vecinos que carecen de todo. No temen nada, porque su fe es recia, pero dudan ante el incierto y oscuro destino que se va abriendo ante ellos. ¿Volver a Francia o seguir allí? ¿Qué sería huida y qué suicidio? ¿Dónde termina el valor y empieza la temeridad? ¿Qué exige Dios de ellos?
Vemos a los monjes trabajar y orar, ensimismarse en su soledad llena de Dios y darse a los más desfavorecidos de su entorno, discutir sobre su futuro y decidir a través de votaciones qué hacer. Vemos en sus rostros -y éste es uno de los méritos de la película- la fe y el miedo, la decisión y la duda, la fuerza y la debilidad. Beauvois se toma su tiempo. Los diálogos están muy bien escritos y por ello son breves, contundentes, carentes de retórica. Y las interpretaciones que los sirven, sobrecogedoras. Pero, como gran realizador, confía más en el aparecerse de los caracteres y las cosas por atenta observación. La suya es la actitud contemplativa que aguarda hasta que los objetos despliegan su esencia, los rostros desvelan los sentimientos -fe, miedo, confianza, duda, esperanza, soledad, entrega, desamparo- y los gestos revelan las actitudes que esos sentimientos inspiran.
Al final, llegada la hora del sacrificio y ahora sí con la música como apoyo -y una música sorprendente que nadie esperaría oír allí-, esa concentración y esa morosidad estallan en una quieta tormenta de sentimientos que conmueve profunda y auténticamente mientras la cámara recorre los rostros de los monjes en los que aflora, ahora sí con intensidad dreyeriana, toda la gama de sentimientos que los desgarra entre la confianza y el miedo, la esperanza y la angustia. Entonces se comprende que la contención anterior era la de una cuerda de arco tensándose para disparar, justo cuando todo va a terminar, una flecha que inevitablemente atraviesa el corazón.
No se ven las ejecuciones. Del secuestro y el encierro se pasa a unos planos del cementerio del convento, sólo unas simples cruces de madera emergiendo de la nieve, y de las modestas y desnudas estancias vacías; mientras la voz off de un monje dice que sus muertes brutales no son ajenas al Maestro Único de la Vida, que compartió el destino de todas las víctimas de la historia. Después víctimas y verdugos se pierden entre la niebla, camino de los asesinatos que para los monjes será martirio.
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