Editorial
Rey, hombre de Estado y sentido común
Entrevista
Al padre de Adriana le ha dado un ictus. Para ella, que aún se duele por las muertes de su madre y su abuela, la inesperada enfermedad de su progenitor significa un paso más, quizás el definitivo, hacia la desaparición de su familia. En ese trance afina la conciencia sobre lo heredado, pues los suyos ya solo pervivirán en ella. Este es el eje de Las voces de Adriana, la nueva novela de Elvira Navarro (Huelva, 1978), un texto en tres movimientos que indaga en la línea familiar paterna y también materna, desde el presente hacia un pasado lejano, en un emocionante tríptico sobre la muerte y la memoria y en el que cobra gran protagonismo la casa donde vive la protagonista, inspirada en la vivienda de su propia abuela en la localidad cordobesa de Dos Torres. La autora, que este jueves ha presentado el libro en La República de las Letras de Córdoba, pasó allí gran parte de su infancia.
-¿Qué peso tiene la familia en la sociedad actual en estos tiempos de tantos cambios?
-La familia sigue siendo algo fundamental porque todos venimos al mundo en una familia. Nos hemos educado, nos han cuidado y el vínculo nunca se pierde, así que el papel de la familia sigue siendo fundamental. Otro debate es a qué tipo de familia nos referimos y, en este sentido, si algo está en crisis es el modelo de familia tradicional. Ahora existen muchos modelos, y eso está muy bien porque permite que la gente se junte como libremente desee. La familia será siempre ineludible, salvo que empecemos a nacer en probetas.
-En la novela se reflexiona sobre qué queda en uno mismo tras la muerte de un familiar cercano...
-La protagonista, Adriana, está atravesando un proceso de duelo. Ha perdido a su madre y a su abuela, y el padre está enfermo. Esa desaparición inminente de su familia le hace tomar conciencia de las herencias. La paterna aún no está cerrada, pero por parte de madre sí, y esas personas viven dentro de Adriana. En la última parte de la novela, de hecho, les da voz.
-También medita sobre la posibilidad de romper las inercias de lo heredado. ¿Es difícil tomar esa decisión?
-Venimos muy condicionados por los mandatos familiares. Algunos los aceptamos muy gustosamente, pero otros los sentimos como una imposición. Los padres siempre proyectan sobre los hijos sus propios deseos, y ahí sí que hay una tarea del hijo, pues cuando uno es adulto debe reflexionar sobre qué parte de lo heredado no le sirve. Hay muchas imposiciones familiares, y a veces hay que romper con ellas, lo que no significa que tengamos que romper con esas personas. No tienes que repetir la vida de tus padres.
-¿Adriana lo hace?
-El tema del legado familiar lo trato a través de la madre, que es la que ha obedecido más a lo que se le ha dicho que tenía que hacer. En un momento, llega a afirmar que ella no tuvo educación, sino legado. Estudió Medicina porque su padre no pudo terminar la carrera por la guerra, y era un deseo frustrado que asume ella. En la sociedad actual los mandatos se han ido relajando, y para bien, porque menudo peso tener que ser abogado o médico porque tu abuelo lo era. Hay quien lo sufre como una condena. A veces esto pervive aún en determinados apellidos, que van unidos a estatus social o a un prestigio que puede vivirse como una cárcel.
-En la novela también se analiza cómo nos están cambiando las redes sociales y las nuevas tecnologías.
-Las redes sociales, más que un borrado de uno mismo, nos borran a la otra persona. La red social que más me sorprende por la enorme violencia que a veces veo es Twitter. Es muy habitual leer insultos y expresiones de gran agresividad. La gente se agarra de la solapa porque no tiene en cuenta a la otra persona. Y encima lo haces desde la intimidad de tu casa, aunque al final esa agresividad te pone en evidencia. Si ya es difícil conocernos en persona, imaginemos en una red social.
-¿Qué peso tiene Córdoba en la novela?
-Lo más autobiográfico es la parte central del libro, que yo llamo La casa, en referencia a la casa de la abuela, que sí se corresponde con la casa de mi abuela en Dos Torres. Allí tuve una infancia maravillosa. Mi madre me hizo un regalo maravilloso, que fue dejarme con mi abuela buena parte de la infancia. Es una casa antigua, muy bonita, tan grande que te puedes perder en ella. Y recuerdo esos ritmos rurales que ya hemos perdido... Levantarme de niña, encender el fuego y desayunar. Y la libertad de salirte a la calle con la bici y regresar a la hora de comer. La parte más paradisíaca de mi vida es mi infancia en la casa de mi abuela en Los Pedroches. Mi abuela sigue viviendo allí. La visité este verano y lo disfruté muchísimo. La gente se va a Nueva York y yo me voy a mi pueblo, que es lo que más me gusta hacer. A través del texto se puede recorrer buena parte de la casa, que se convierte en la gran protagonista.
-¿Hay alguna estancia que especialmente le guste?
-Mi parte favorita es la entrada, un recibidor grande, con bóveda y frescos... De ahí parte una escalera de mármol preciosa. Es una casa modestamente señorial con un corralillo, la chimenea, una cocina grande... Hace unos años le pusieron la calefacción, porque en invierno en algunas habitaciones echabas vaho al respirar.
-¿Para escribir se alimenta de lo que le rodea?
-En primer lugar, me alimento de mis propias vivencias. Pero también de lo que la gente me cuenta y de lo que observo, aunque siempre hay un componente imaginativo bastante importante. Al final participa todo.
-¿La novela ha sido hija de la pandemia?
-No, en absoluto. El texto es hijo del duelo. El episodio personal que lo desencadena es la muerte de mi madre. Y luego está muy influenciada por una película de Carlos Saura, Cría cuervos (1975), en la que salen Ana Torrent de niña y Geraldine Chaplin. Hay un momento en que la niña habla con la voz de la madre y la madre con la voz de la niña. Esa película fue el disparador para lo primero que escribí, que se corresponde con la última parte del libro, con el final.
-¿Se rompen muchas páginas cuando uno está escribiendo?
-Muchísimas. Tenía 300 páginas, y el libro al final son 143. Quité algo más de la mitad. Empecé a cortar y la dejé en la esencia, porque al final el texto aborda temas muy esenciales. Una cosa es el ritmo de esta sociedad, en lo que todo transcurre tan rápido, y otra es el ritmo interno. Al final siempre te ocurre algo que te lleva a ir a lo esencial: muertes, enfermedades, perder un trabajo... Y normalmente esto llega en forma de crisis. Las cosas malas te obligan a parar y a volver a lo esencial.
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