Entremont, décadas de maestría

Antonio Torralba

28 de marzo 2009 - 05:00

Cuando Philippe Entremont (Reims, 1934) se sienta al piano o agarra la batuta desde el pódium la música suena a través de casi 75 años de una inteligente e inusitadamente rica experiencia musical. Comenzó ésta seguramente en el seno de su madre, virtuosa pianista, y no ha cesado de enriquecerse durante las siete décadas que han puesto en contacto a este músico itinerante con las más importantes orquestas del mundo y con las personalidades más significativas (míticas incluso) del panorama musical.

Ponerse a las órdenes del pianista y director francés fue un orgullo que la Orquesta de Córdoba supo agradecer tocando con gran concentración, eficacia y entusiasmo las tres obras programadas.

El Sexteto de cuerda de Richard Strauss (1864-1949), que sirvió de obertura a su ópera Capricho de 1942 y a la velada del jueves, sonó en la versión ampliada para gran orquesta de cuerda con gran transparencia. Ya desde esta primera pieza admiraba la sabiduría de Entremont para graduar los tempi, habilidad que se iría manifestando de manera creciente en el concierto de Mozart y en la sinfonía de Beethoven.

Entremont interpretó de memoria el archiconocido Concierto n. 20 de Mozart (1756-1791) como quien recita con devoción y humildad una poesía o una oración amada desde la niñez. Un tempo algo más lento de lo habitual en el primer movimiento permitió destacar los fascinantes juegos dramáticos (en todos los sentidos del término) de esta obra maestra. La dirección del pianista francés parecía rehuir cualquier exageración; como dando a entender que de la emoción ya se ocupaba Mozart. Lo mismo puede decirse de la ensoñadora romanza que sigue y del original rondó que cierra la obra y que dio paso al descanso.

Estrenada en Viena en 1807, la Cuarta Sinfonía de Beethoven (1770-1827) es una obra llena de encantos, a pesar de no haber recibido históricamente la misma cantidad de elogios que sus vecinas anterior (la Heroica) y posterior (la Quinta). Los cuatro movimientos que la forman (la misteriosa introducción del primero, el adagio lleno de ternura, los scherzi del tercero, el virtuosismo orquestal del final) muestran el talento del compositor y sirvieron en la velada que comentamos para que brillara también la maestría del director visitante y la de todos los miembros de nuestra orquesta. Y para que saliéramos del Gran Teatro con la agradable sensación de haber asistido a algo grande.

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