"Escribir es una experiencia altamente sadomasoquista"

El autor hispano-argentino disecciona lo complicado de las relaciones humanas que se crean en torno al humor, el amor y la muerte en 'Hacerse el muerto', su último libro

Blanca Durán

17 de octubre 2011 - 05:00

Andrés Neuman es humano. Y aunque esté considerado por méritos propios como una de las voces que con más fuerza se han consolidado en la escena literaria actual y no haya parado de acumular éxitos con sus trabajos en los últimos años, sigue sintiendo, justo debajo del pecho, la punzada de pánico del debutante. Tras la preciosa El viajero del siglo que le valió, entre otros, el premio Alfaguara y el Nacional de la Crítica, regresa de nuevo a un género tan fetiche como el de los cuentos con Hacerse el muerto (Páginas de Espuma, 2011), un libro sobre las ausencias y las presencias a través de la familia, los amigos, los enemigos y hasta los amantes esporádicos de cuarto de baño.

-Después de una novela como El viajero del siglo que tan buenas noticias le ha dado, ¿el regreso al mundo del cuento se imponía como necesidad?

-Las novelas son los libros que más ruido hacen dentro de lo que uno escribe por razones extraliterarias, pero dentro de mi trabajo y del de muchos otros escritores, el resto de géneros no son secundarios, todo lo contrario. El primer libro de mi vida lo publiqué en esta ciudad hace 14 años en una editorial que desapareció seis meses después de publicarme a mí, lo cual fue una señal de mi poder de convocatoria... Era un libro de cuentos del cual vendimos un total de 180 ejemplares, contando todos los que compró mi madre. Desde siempre he escrito cuentos y durante un par de años he estado muy absorbido en la parte pública por mi novela, pero seguía trabajando en los cuentos y tenía muchas ganas de volver al género. Tengo un especial cariño por la narrativa breve y las posibilidades que ofrece a la hora de seguir escribiendo, por las oportunidades que te da de empezar de cero cada vez. El periodismo y la narrativa breve tienen eso en común, que el mundo se acaba todos los días y empieza a la mañana siguiente, y eso puede llegar a ser adictivo.

-¿Por qué algunas historias nacen como cuentos y otras parece que piden a gritos ser una novela? ¿En qué momento el escritor se da cuenta del mundo al que van a pertenecer sus textos?

-Es un poco misterioso, pero siempre hay una certeza intuitiva. Más que pensar que hay historias que solo se pueden contar en un número determinado de páginas, creo que tiene que ver más con un estado del lenguaje; uno empieza a escribir y detecta que ese estilo, que ese modo de afrontar ese primer párrafo, te va a llevar de forma natural hacia un género y una extensión. Lo que pasa es que la intuición, como todas las facultades abstractas y un tanto mágicas, tiene decepcionantemente mucho de entrenamiento. El hecho de que sepas que va a ser un poema largo lo que estás escribiendo procede de las muchísimas veces que te has equivocado escribiendo poemas cortos. La imaginación es un músculo, y como tal esa intuición y esa imaginación tiene mucho que ver con la práctica. Con la literatura uno va afilando poco a poco la intuición para lo que podría salir bien y, aun así, la mayoría de veces sale mal. Menos mal que está esa fase bendita llamada corrección en la que uno rectifica todas las veces que ha metido la pata. Escribir bien, si es que alguien escribe bien, es disimular que escribimos mal.

-¿Encuentra muchas sorpresas entre líneas cuando revisa sus textos?

-Más que sorpresas, disgustos. Es darse cuenta de lo difícil que es poner el sujeto, el verbo y el objeto en su sitio. Cuanta más naturalidad transmite un texto, más se ha comido la cabeza en general el autor para eliminar los balbuceos, las repeticiones, las redundancias... Digamos que la limpieza nunca es el punto de partida; me interesa la claridad que está al final de las dudas y eso se consigue corrigiendo. Con mucha frecuencia, cuando corrijo un manuscrito pienso que debería dedicarme a otra cosa. La corrección es un proceso que te pone en tu sitio, no hay nada que te baje más los humos que corregir y lidiar con tus limitaciones, con tus imperfecciones, con tus tics... A la vez, hay algo tremendamente ennoblecedor en esa disciplina, porque uno trabajosamente va mejorando la frase. Escribir es una experiencia altamente sadomasoquista: sufres y gozas.

-Y una vez que el hijo ya ha visto la luz y empieza a tomar contacto con los lectores...

-Entonces es mucho mejor porque solo sufres: te mueres de miedo, piensas que no le va a gustar a nadie... Yo pensaba que conforme uno fuese publicando más libros y acumulando experiencia profesional, ese pánico escénico iba a disminuir, pero para mi sorpresa aumenta. Cada vez siento más responsabilidades, que te juegas más y lo único que te estimula es pensar que podrías hacerlo mejor que la vez anterior. Lo malo es que en la vida no hay progreso lineal a la perfección, sino altibajos, y esa certeza asalta sobre todo cuando se publica el libro. Mientras lo estás haciendo sabes que puedes hacer algo al respecto, puedes mejorarlo o tirarlo, pero cuando está en la calle ya solo hay sitio para el terror.

-Nunca habría pensado que la literatura tiene tanto de sufrimiento...

-Lo peor de todo es que se supone que soy un disfrutón, que soy un hedonista, y aquí estoy sufriendo, pero lo hago por dos cosas. Escribir es una gozada; el proceso de escritura, lo que viene antes de la publicación y de la corrección, sigue siendo el momento más hermoso que hay en la vida. El momento en que la frase llega y el lenguaje echa a caminar siento una plenitud que es difícil de alcanzar. Es un gozo muy espontáneo que puede ser rebobinado y vuelto a hacer. Además, hasta que no se publica un libro no te deshaces de él del todo y yo valoro mucho el momento en que me quedo con las manos vacías y tengo que empezar de nuevo. Mientras haya un libro terminado en el cajón, absorbe tantas energías de ti que es una especia de rémora que no te deja pensar en un nuevo: ¿y ahora qué? Tienes la casa invadida de personajes, la boca llena de palabras y al expulsarlos de tu mundo, que es al publicarlos, es cuando vuelves a tener la habitación vacía y puedes volver a pensar en quién va a venir.

-¿Por qué Hacerse el muerto es el relato que da título a este libro? ¿Qué declaración de intenciones hay detrás de esa decisión?

-Estamos de acuerdo en que vivir es aprender a morir y también tratar de evitarlo inútilmente. Por otra parte, tengo la certeza de que el placer y la alegría existen porque se van a acabar, porque nos vamos a acabar, por esa condición trágica de la mortalidad que es el miedo que le tenemos a la muerte pero lo necesario que es que seamos mortales. La alegría curiosamente procede en gran parte por la muerte. En muchas piezas del libro hay una aproximación imaginaria a la muerte, ya sea por la fantasía, a través de la muerte de otra persona, a través del temor de la muerte propia... Se trata de pensar cómo llegamos a la idea de nuestra propia muerte haciéndonos los muertos, jugando trágicamente a morir. Creo que la ficción tiene mucho de ensayar lo que de otra manera no se podría contar, vivir sin vivir lo que no tiene retorno.

-En esas distintas aproximaciones de sus relatos retrata una muerte afrontada y asumida desde la naturalidad y con entereza, no sé si también entendida...

-En realidad, intentando entenderla y resignándose... En la segunda parte del libro está la muerte concreta, con nombre y apellidos: la de mi madre, una de las muertes más dolorosas que puede tener una persona. Se pasa del ejercicio de aproximación poética a la muerte de la primera parte a la narración de una muerte concreta y dolorosísima como forma de catarsis y exorcismo. Han pasado unos años y ha sido el momento en que he creído que podía trabajarlo literariamente, siempre en esa cuerda floja entre el dolor que te paraliza y la distancia que te permite verbalizarlo.

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