García Lorca, una experiencia vital

revisión Regreso a un autor inagotable

La obra literaria del granadino mantiene su fuerza 75 años después de su muerte, cuando aún estaba por dar lo mejor de su creación · Su producción conduce a la reflexión y al deleite, la tragedia y el recogimiento

Una de las imágenes más célebres de Federico García Lorca.
Ana Ramos

27 de diciembre 2011 - 05:00

Hace ahora 75 años llegaba a su fin en España el año 1936. Muchos murieron aquel año, entre ellos el poeta Federico García Lorca, una de las voces más singulares y poderosas que ha dado la poesía en español. Y mucho se ha escrito ya de las penosas circunstancias de su muerte, que le llegó recién cumplidos los 38 años. Estaba por regalarnos sus mejores libros, y es que por aquellos días él mismo se veía como un escritor en formación: "Yo no he alcanzado un plano de madurez aún... Me considero todavía un auténtico novel. Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio… Hay que ascender por peldaños... Lo contrario es pedir a mi naturaleza y a mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho más tarde... Mi obra apenas está comenzada". Recién comenzada y todo su obra es vasta y luminosa. Y de ella quiero hablarles hoy, si me lo permiten, de los libros y del espíritu del andaluz cósmico nacido en Granada en 1898, la experiencia literaria más deliciosa de muchos lectores, entre los que me incluyo.

No puedo recordar cuándo fue la primera vez que leí un poema de Federico, creo que entonces ni siquiera me habían salido los dientes. Supongo que todo empezó con aquel pequeño volumen de Canciones y poemas para niños de la colección Labor Bolsillo Juvenil. La lectura de según qué libros del autor entraña cierta dificultad, incluso para un público adulto, pero una gran parte de su obra es accesible para lectores de todas las edades. Aquellos primeros poemas que leí de Lorca siendo, ya digo, muy pequeña, me nutrieron como si estuvieran hechos de pan. Agradezco a Labor que pusiera en el mercado la edición tanto como agradezco a mis padres que la compraran. En la portada, un insecto de cuernos morados y panza amarilla a lunares verdes sostiene con una de sus cuatro patas rojas una fragante flor. Intuyo que no fui la única niña ni el único niño que se los tragó de un bocado: "El lagarto está llorando. / La lagarta está llorando. // El lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos. // Han perdido sin querer / su anillo de desposados." Tal vez un niño no conozca el significado del verbo desposar, pero sabe mucho de lagartos y de lágrimas. Y para qué necesita un niño entender los versos que siguen, si puede simplemente merendárselos: "Un cielo grande y sin gente / monta en su globo a los pájaros. // El sol, capitán redondo, / lleva un chaleco de raso". El lagarto, la lagarta y el sol con su chaleco lloran tan maravillosamente bien en las ilustraciones de Daniel Zarza (Premio Nacional de Ilustraciones Lazarillo en 1964 y hoy catedrático de urbanismo, responsable de diversos planes generales de urbanismo) que a los pequeños no les queda duda de lo interesantísimo de la escena.

De todos es sabido que Federico García Lorca pasó su infancia en un pueblo de la vega granadina: "Mi infancia apasionada correteando desnuda por las praderas de una vega sobre un fondo de serranía", y que con once años el poeta se mudó a Granada, aunque siempre volvió al campo por vacaciones. Amaba la tierra, y su amor por la tierra, y por extensión por Granada y Andalucía, impregnó toda su obra: "Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre". Fue precisamente en el campo donde tuvo lugar mi segundo encuentro con la literatura de Federico. Hace muchos, muchos años, mi familia y yo pasábamos los veranos en un cortijo de la sierra de Córdoba, el mismo cortijo en el que mi abuela Ana trabajó recogiendo aceitunas cuando era chiquilla. Para aquel entonces sí que me habían salido ya los dientes, pero no hacía tanto de ello. Los veranos eran largos, calurosos y amables, y yo jugaba, corría, dibujaba y tenía también una ocupación secreta: leer. Claro que la lectura en sí no era el secreto, sino el libro que había descubierto a escondidas, uno de Lorca que se ocultaba en la mesita de noche del dormitorio de mis tíos. Se trataba también de un volumen pequeñito, y olía a aspirina. Cuando todos salían y la casa se quedaba en silencio, me sentaba en la cama de la pareja y abría suavemente el cajón oscuro. Creo que tendría yo unos ocho años. Parafraseando a J. M. Barrie, los ocho años son el principio del fin. Cuando se abría aquel libro mi mente escuchaba: "Y se me abrieron de pronto / como ramos de jacintos, / el almidón de su enagua / me sonaba en el oído / como una pieza de seda / rasgada por diez cuchillos". El romancero gitano, una obra maestra del octosílabo español, se desparramaba secretamente frente a mis ojos enmascarados tras sus primeras gafas. Aquel generoso librito no sólo contenía el romancero, los editores habían tenido la amabilidad de incluir Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías con su: "Las heridas quemaban como soles / a las cinco de la tarde, / y el gentío rompía las ventanas / a las cinco de la tarde. / A las cinco de la tarde. / ¡Ay, qué terribles cinco de la tarde! / ¡Eran las cinco en todos los relojes! / ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!", y también Diván del Tamarit, el ensayo poético de Lorca sobre lo más andaluz de Andalucía, la huella árabe. Poseer esta maravilla a los ocho años equivale a ser dueña de una enigmática y hermosa caja sellada, con la promesa de que recibirás la llave al cumplir la mayoría de edad: "Por las ramas del laurel / vi dos palomas oscuras: / La una era el sol, / la otra la luna. / 'Vecinitas', les dije, / ¿dónde está mi sepultura? / 'En mi cola', dijo el sol. / 'En mi garganta', dijo la luna".

Crecer es inevitable, y cuando se convierte uno en adolescente lo más normal es que prefiera los dramas de Federico a su poesía. Mi caso no fue diferente. En el instituto representamos La casa de Bernarda Alba. Todavía recuerdo el sobrecogimiento que sentí el día del estreno al ver la sombra proyectada tras la sábana blanca, el simulacro del suicidio de la joven. El adolescente entiende mejor que nadie los sentimientos universales de injusticia: la imposibilidad de tener hijos en Yerma, la angustiosa falta de libertad en La casa de Bernarda Alba, el amor prohibido en Bodas de sangre; la irrupción de la muerte, las represiones impuestas por las convenciones sociales, los sentimientos más descarnados: "Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua fría y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de mujer acariciada por el fuego".

En cuanto a la propia adolescencia de Federico, les recuerdo que publicó su primer libro con 20 años. Impresiones y paisajes muestra a un jovencísimo poeta asombrado por la maravilla del mundo, sufriendo la tortura de enfrentarse a su propia identidad, su "dolorosa conciencia de saberse diferente", como reza el prólogo de Miguel García Posada a sus Obras completas, o dicho en palabras de Federico: "En la vida que arrastramos de atareamiento y preocupaciones extrañas, pocos son los que se espantan de pena y delicadeza ante un jardín... y los pocos que nacieron para el jardín son arrastrados por el huracán de la multitud".

Sin embargo, ya lo he dicho antes, algunas de sus obras sí necesitan de un público adulto. Entre ellas, las que el escritor llamaba sus "comedias irrepresentables", obras de teatro menos comerciales, por las que Lorca se desvivía, piezas como Así que pasen cinco años o El público. En estas la materia subconsciente, el surrealismo, el expresionismo, el simbolismo se entremezclan con el lirismo insoslayable del autor, así como con un contenido abiertamente homosexual. A su lectura devota me dediqué ya en la universidad. Pertenece a esta categoría uno de sus mejores libros, Poeta en Nueva York, con el que me devanaba los sesos en mis días de estudiante de filología, dispuesta como yo estaba, ingenuamente, a completar el rompecabezas. El poemario, poliédrico, polisémico, crece con cada lectura y rehuye los encasillamientos críticos. Llegué incluso a enfadarme con el libro, le dije lo que se le dice a un amante despechado: "No eres tú, soy yo". Y lo arrojé al fondo de alguna estantería: "¿Cómo fue? / Una grieta en la mejilla. / ¡Eso es todo! / Una uña que aprieta el tallo. / Un alfiler que bucea / hasta encontrar las raicillas del grito. / Y el mar deja de moverse." Años más tarde fui a Nueva York, y allí me reconcilié con el libro y conmigo misma, pero esa es otra historia. Tomo mi viejo volumen de Cátedra, subrayado y maltratado por el uso, lo abro por la portadilla y veo que fue un regalo de Cristina, una amiga querida, mayor que yo. La dedicatoria dice así: "La semilla te aguarda, es un camino difícil, pero si tienes la llave no dudes en abrir todas las puertas".

He citado algunos de sus libros, pero me dejo muchos otros. Lorca es en sí mismo una llave, y es al mismo tiempo innumerables y misteriosas puertas que conducen a la reflexión y al deleite, a salas de altos techos y oscuros anaqueles, a habitaciones con caballitos de cartón y carruseles con luces de colores y juguetes nunca antes vistos. Puertas que dan a escenarios preparados para la tragedia, donde se va a sufrir y a llorar. Puertas que abren aposentos encalados para el recogimiento espiritual, puertas de entrada a jardines de naranjos y fuentes con forma de estrella... Y como su literatura, así que pasen los años, siempre está viva y fluye como un manantial en la vega, se nos presenta con nuevo aspecto cada vez que volvemos a abrir las estancias en las que ya hemos estado antes. Su obra cambia conforme cambia nuestra vida.

Imagino que ustedes tendrán algún libro de Federico en casa. Déjenme repetir aquella invitación: no duden en abrir todas las puertas, ya tienen la llave.

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