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Thriller, EEUU, 2010, 150 min. Dirección y guión: Christopher Nolan. Fotografía: Wally Pfister. Música: Hans Zimmer. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Marion Cotillard, Ellen Page, Joseph Gordon Levitt, Cilliam Murphy, Tom Berenger, Michael Caine, Tom Hardy, Pete Postlewhaite. Alkázar, Arcángel, Guadalquivir, El Tablero, Artesiete-Lucena.
Desde su revelación internacional con Memento (2000), el británico Christopher Nolan cotiza al alza en ese sector de la autoría dentro de mainstream comercial de temporada. Necesitado de firmas de prestigio, Hollywood (Warner) le confió los dos últimos Batman para insuflarles una cierta edad adulta, borrar los guiños paródicos y reforzar el espíritu sombrío del original de Burton después de que Joel Schumacher dilapidara la esencia de la franquicia en dos secuelas de improbable aliento kitsch. El caballero oscuro alcanzaba el beneplácito de la taquilla y un prestigio crítico inusitado en tiempos en los que dirigir blockbusters no parecía ser el camino para el reconocimiento.
Aquel éxito ha permitido que Nolan se aparte momentáneamente de los encargos para realizar por todo lo alto, aprovechando al máximo el potencial de los nuevos efectos visuales y con una estrella de primera línea, un proyecto personal en la línea de Memento tras esa lucrativa etapa de asentamiento industrial, en la que ya nos dejó otra muestra de su vocación como prestidigitador de masas en El truco final.
Como en Memento, Origen propone un complejo rompecabezas narrativo a partir de un pretexto argumental que enlaza con algunos temas de la ciencia-ficción. Si allí era la amnesia el motor para un laberíntico despliegue de tiempos y acciones bajo el esquema del género criminal, en Origen serán los sueños, sus diferentes estratos, formas y niveles, los que activen una trama de espionaje corporativo de alto standing liderada por Leonardo DiCaprio y su multicultural equipo de colaboradores, sofisticados ladrones de sueños contratados por un ejecutivo japonés con el fin de acceder al subconsciente del hijo de un magnate británico para inocularle una idea que le haga dilapidar el holding de su padre y así beneficiar a la competencia.
Semejante premisa, a la que se añade el tormento que proyectan los fantasmas del pasado del personaje de DiCaprio (quien, como recuerdan Jordi Costa y Manu Yáñez, parece repetir su papel de Shutter Island), permite a Nolan desplegar una serie de mundos paralelos que representan diferentes niveles del sueño en un juego de muñecas rusas, y lo hace, esencialmente, a partir de un trabajo sobre los espacios y las formas arquitectónicas que racionaliza el universo del subconsciente en líneas geométricas, perspectivas apabullantes y figuras imposibles en las que puede identificarse fácilmente la influencia de Escher o Moebius.
El mundo onírico imaginado por Nolan nada tiene que ver con las formas líquidas de un Dalí o los delirantes automatismos creadores de los surrealistas. El suyo es un espacio cartesiano de imponentes edificios verticales (¿quién dijo Torres Gemelas?), un catálogo de arquitectura y diseño de interiores contemporáneo expuesto a la paradoja que sirve como laberinto para una trama a tres, cuatro y hasta cinco tiempos cuya complejidad es convenientemente despejada por los diálogos explicativos que salen una y otra vez de las bocas de sus protagonistas o por un trabajo de montaje que se asegura de reubicarnos siempre en el lugar y el momento adecuados, incluso en los instantes de mayor frenesí. Da la sensación de que, a pesar de su apuesta por la diversificación narrativa, Nolan no se ha atrevido a soltarse (no estamos precisamente ante un estilista) ni a soltar al espectador a un buceo profundo en el territorio de los sueños, más allá de algunos trucos de oficio y del recurso al manual básico del psicoanálisis. El suyo es un mundo onírico racionalista y cartografiado, un mapa de la psique demasiado verbalizado y explicado a partir de los traumas y lo sentimental, un laberinto de pantallas, etapas y reinicios, sin duda influenciado por los videojuegos, en el que, a la postre, resulta demasiado sencillo y previsible moverse. No parece casual que la potente música de Hans Zimmer, que actualiza al mejor Vangelis de los 80 para cargarlo de electricidad estática y progresiones rítmicas, sea la que hilvane y sostenga literalmente, sin solución de continuidad, los diferentes estratos que se entremezclan en un calculado crescendo dramático.
Origen acaba siendo una de esas películas deslumbrantes y de aparente complejidad que, en el fondo, gratifica a su espectador diciéndole que ha sido lo suficientemente listo como para seguirla de cabo a rabo sin perderse por el camino. O lo que es lo mismo, el juguete caro de un visionario que ha sabido reciclar prestigiosos materiales de segunda mano, la pretenciosa obra (por lo que de pueril tiene su trasfondo a poco que se rasgue en la superficie) de un habilidoso trilero al que le hemos estado viendo el truco desde el principio.
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