Heliotropo y oro, nostalgias de Santa Marina en Sevilla
Historia Taurina
Manolete tomó la alternativa en la Real Maestranza allá por el año 1939 en una tarde de julio, con una faena en la que cuajó pases de todas las marcas y adornos personalísimos
Es domingo, 2 de julio de 1939. España trata de recuperar el pulso tras tres años convulsos. El verano comienza a desperezarse en una Sevilla radiante. El sol luce esplendoroso en todo lo alto. Sus rayos dan aún más intensidad al azul de su cielo. El paseo Colón y aledaños de la Real Maestranza son un hervidero de gentes. En las blancas paredes aparecen engrudados enormes carteles taurinos que anuncian un festejo para esta tarde de verano recién estrenado. Los toros no dejan de ser la válvula de escape de un pueblo roto. Curiosamente, la fiesta taurina es nexo entre vencedores y vencidos. En los tendidos de la plaza se dejan atrás los ideales y la liturgia ancestral de la lucha a muerte, entre el hombre y la bestia, hace que por algunos momentos el drama de la contienda quede eclipsado.
Las gentes pasean por la ciudad. Luminosa como siempre. Los sentidos se estimulan ante tanta belleza. En el oído vibran los trinos de los pájaros y el chisporroteo del agua de las fuentes. La vista goza de los colores de la vieja Híspalis, blancos, alberos, verdes y azules, todos en gamas difíciles de describir. El gusto se deleita con los calentitos jeringos en el desayuno, el sabor fuerte del Cazalla o más tarde la frescura de la manzanilla llegada desde Sanlúcar. Los aromas de la ciudad estimulan el olfato. Son muchos los olores de la mañana recién estrenada, es cuando se perciben mejor. Los paseantes notan un toque de vainilla en su nariz. Son las violáceas flores de heliotropo que crecen en las viejas casas señoriales sevillanas y que dan un matiz agradable al ambiente que se respira en aquella víspera de toros.
Tal vez desde la habitación del hotel donde se hospeda Manolete también lleguen esos toques aromáticos de la flor del heliotropo. Manolete está sereno. Este día será importante en su carrera. Tras un aprendizaje en el escalafón de novilleros ha llegado el momento de convertirse en matador de toros. Aparentemente está tranquilo, pero como, se suele decir, la procesión va por dentro. Añora su Córdoba. ¿Se debería haber hecho matador de toros en la tierra que le vio nacer? ¿Se ha equivocado Pepe Camará, su apoderado, al contratar la alternativa en Sevilla? Son momentos de incertidumbre.
Manolete trata de olvidar, pero siente nostalgia de su tierra califal. Por la ventana entra un aroma familiar. Aquel olor a vainilla le recuerda a su barrio de Santa Marina. Lo intuye cuando pasea por sus calles, junto al convento de Santa Isabel, o por el palacio de los marqueses de Viana. Es aquella flor menuda y violeta que florece en arriates y macetones. Ahora en Sevilla brotan con fuerza en la Casa de Pilatos, el palacio de las Dueñas o los Reales Alcázares. Córdoba y Sevilla, Sevilla y Córdoba, tan cercanas y en ocasiones tan lejos.
Manolete ha dispuesto para la ceremonia un traje del mismo color de aquellas flores. Heliotropo y oro es el terno, cosido por Manfredi, que el fiel Guillermo ha colocado en la silla. Ya queda menos para vestirlo. El tiempo pasa deprisa. La hora ha llegado. Manolete, desmonterado, cruza el albero maestrante escoltado por padrino y testigo. Pura gracia sevillana en los flancos. En un lado, Chicuelo, el padrino. Aquel que bebió de las fuentes de los dos colosos de la Edad de Oro. El más fiel seguidor de Belmonte siguiendo las líneas maestras de Gallito. En el otro, Gitanillo de Triana, torero de bronce y fragua. Heredero del toreo de color bronce y manos bajas, desgarrado y con compás de martinete y soleá.
Salta al ruedo el toro Mirador, del que se cuenta figuraba en los libros de la ganadería de Clemente Tassara con el nombre de Comunista y que aquella mañana de olor a vainilla se le cambió por el que hoy se le conoce. Manolete muestra su personalidad con el percal. Llega la hora de la ceremonia. Chicuelo le entrega estoque y muleta, también le cede el testigo de los secretos de lo que la tauromaquia esperaba. El culmen de lo que Joselito y Belmonte avanzaron y que Chicuelo solo pudo plasmar en contadas ocasiones.
Manolete se convertiría en un compendio de las nuevas formas apuntadas en la Edad de Oro y que llevó al extremo máximo. Aquella tarde de julio, Manolete apuntó lo que sería poco tiempo después. Ya no era aquel torero desgarbado y codillero. La transformación tocaba a su fin y pronto cogería el mando del toreo. Manolete cuajó al toro de la alternativa. Pases de todas las marcas y adornos personalísimos. La espada viajó de su mano con acierto al morrillo del toro de la ceremonia y las dos orejas fueron a parar a sus manos.
No pudo con el sexto, poco castigado desarrolló genio del malo, y Manolete lo intenta y lo consigue. Lástima que en esta ocasión, y a pesar de haber realizado con majeza la suerte suprema, el estoque encontró hueso en varias ocasiones, difuminando lo realizado durante la faena. La tarde termina en triunfo. Chicuelo y Gitanillo también han toreado con marchamo de grandes toreros. El público sale contento del coso del Arenal.
Por la noche, en la Venta Marcelino en la carretera de Sevilla a Cádiz, Manolete recibe el homenaje de sus allegados. Su cuadrilla, su apoderado y diversas personas llegadas desde su natal Córdoba tributan un homenaje en la cena al nuevo matador. De los arriates de los patios de aquella venta de carretera llega un aroma a vainilla, el mismo que buscaba el marqués de Viana cuando se colocaba aquellas flores en la solapa de su chaqueta, el mismo que el nuevo matador olía en las tardes de primavera en Santa Marina. El heliotropo, olor, flor y color tan presente en una tarde que marcó la historia.
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