James Dean, érase una vez...
Con motivo del sexagésimo aniversario de la muerte del actor, Alianza Editorial ha publicado 'Vive deprisa', una biografía novelada del malogrado intérprete

James Dean nació en Indiana el 8 de febrero de 1931. Después de morir su madre, contaba él nueve años, se fue a vivir con unos tíos hasta cumplir la mayoría de edad; se decía que el padre nunca mostró demasiado aprecio por el chico, un rumor desmentido por Philippe Besson en la biografía novelada del actor, Vive deprisa (Alianza), lo cual no significa que sus relaciones fueran fáciles. James Dean le cogió el gustillo a la interpretación participando en espectáculos diletantes y, al cumplir los dieciocho, se trasladó a California dispuesto a triunfar como actor.
En Hollywood entró por la puerta de atrás; sus primeros trabajos para la gran pantalla se limitan a pequeños papeles en películas de bajo presupuesto: en A bayoneta calada (1951), un film bélico de Samuel Fuller, era un soldado del montón; en ¿Alguien ha visto a mi chica? (1952), dirigida por Douglas Sirk, tenía un único plano y una sola frase; las filmografías más completas incluyen breves apariciones en ¡Vaya par de marinos! (1952) y Un conflicto en cada esquina (1953). La publicidad, la televisión y el teatro no tardaron en hacerle un hueco: en el lustro sucesivo apareció en numerosos espacios dramáticos de la pequeña pantalla y llegó a debutar en Broadway y obtuvo óptimas críticas por su trabajo en el montaje de El inmoralista de André Gide.
James Dean saltó al ruedo en un buen momento. En los años que siguieron al final de la II Guerra Mundial, la juventud se había descubierto a sí misma y había empezado a alzar la voz y exigir ser escuchada, sin paternalismos, por el resto de la sociedad. Antes de la década de los 50 no había nada digno de ser considerado 'cultura juvenil'; nada que, como el rock & roll, pudiera entenderse como una expresión genuinamente joven. Según el escritor Peter Lewis, los adultos solo se percataron del hecho cuando supieron del drástico aumento de la delincuencia entre chicos menores de veintiún años. La industria, siempre avizora, adivinó el extraordinario potencial como público y Hollywood no tardó en crear un primer icono que satisfizo sobradamente sus inquietudes existenciales y pretensiones estéticas: la chaqueta de cuero de Marlon Brando en El salvaje (1953) marca un punto y aparte en la representación del joven en pantalla.
En sus tres películas como protagonista, James Dean personificaría a jóvenes conscientes de sí, ahondando en su vulnerabilidad e indefensión, y en su agresividad al caer la gota que colma el vaso.
Elia Kazan lo quiso en Al este del Edén (1955) porque vio en él "punto por punto", las características del personaje cuyo papel se disponía a confiarle, dice en la novela de Besson. Según cuenta Kazan en su autobiografía, Dean nunca le cayó bien; era un tipo engreído, neurótico y un narcisista compulsivo que se pasaba el día echándose fotos. Tampoco le gustó a John Steinbeck, el autor de la novela original, pero ambos estuvieron de acuerdo en que daba el tipo como Cal Trask, un moderno Caín que quiere acaparar el amor de Dios. El Altísimo es el Padre y el padre, en este caso, es uno de esos viejos osos del imaginario yanqui, un terrateniente férreo creyente en las promesas de la Biblia y del Sueño Americano, incorporado por Raymond Massey, que tampoco tragaba al joven. Kazan alimentó esta antipatía para extraer el máximo jugo a su relación en la pantalla: cuentan que en el momento de rodar una escena en la que el patriarca pedía al hijo que leyera un pasaje del Libro Sagrado, Kazan sugirió a Dean que, en lugar de leer los versículos señalados, le soltara todas las obscenidades que se le pasasen por la cabeza, Massey saltó hecho una furia, mientras Dean seguía interpretando según las pautas del guion.
En el estreno de Al este del Edén, cada vez que aparecía él, las chicas de la platea aullaban de admiración. Se estaba fraguando un ídolo de multitudes que, en breve, la muerte truncaría en mito.
Nicholas Ray, el director de Rebelde sin causa (1955), en cambio, congenió con él hasta el punto de acompañarlo personalmente al hospital, dicen, para curarle unas ladillas. Si en Al este del Edén su actuación estaba supeditada a la compleja dramaturgia del film y en la posterior Gigante (1956) George Stevens potenció los personajes incorporados por Rock Hudson y Elizabeth Taylor en detrimento del suyo, en Rebelde sin causa, la película que habría de forjar la leyenda, James Dean es el eje sobre el que gira la acción. Hay una ejemplar simbiosis entre actor y personaje: el inquieto Jim Stark, que vive la tragedia de la incomprensión paterna y el acoso social, acabó siendo el espejo en donde se miraron millones de jóvenes estadounidenses, y no, en las décadas siguientes. La película es una obra maestra indiscutible -aunque discutida, como debe ser- sobre los nuevos ritos de paso en las sociedades occidentales del siglo XX.
A continuación, intervino en una superproducción un tanto convencional con ganaderos tejanos y magnates del petróleo como protagonistas, Gigante. Al director tampoco le gustó el joven: "¡Me las hizo pasar putas, el muy cabrón!", le hace exclamar Philippe Besson en su novela. George Stevens lo relegó a un segundo plano, desoyendo muchas de las sugerencias del joven para enriquecer su papel; algunas, reconoció Stevens luego, eran ideas muy buenas. James Dean era un intérprete con tendencia a subrayar cada gesto, cada emoción, pero fue asimismo un actor visceral que se metía dentro del personaje, un actor intuitivo con un gusto indomable por la improvisación que sacaba de quicio a sus compañeros, sabedores de que intentaba reducirlos a comparsas en las escenas conjuntas: Carroll Baker confesó que, en Gigante, mientras rodaban en un restaurante, Dean le agarró las piernas por debajo de la mesa para tenerla quietecita, bajo control. En un juicio bastante acertado, François Truffaut dijo que James Dean tenía una forma de interpretar poética. Era además una presencia magnética que atraía sobre sí la atención del espectador.
No sabemos si se habría convertido en un gran actor (y después en caricatura de sí mismo) como le ocurrió a su muy admirado Marlon Brando. James Dean saboreó las mieles del éxito con Al este del Edén, pero no vería los estrenos de Rebelde sin causa ni de Gigante, distribuidas al año siguiente. Murió en un accidente automovilístico hace sesenta años, el 30 de septiembre de 1955; tenía 24 años. La consigna de Willard Motley "vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver" parece expresamente concebida para ilustrar su peripecia existencial. Tras la muerte de James Dean en 1955 y la de Humphrey Bogart en 1957, Nicholas Ray declararía que no pasaría un solo día de su vida en que no le asaltase, al menos por un instante, el recuerdo de ambos. No se me ocurren palabras de homenaje más emocionantes.
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