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El destino acostumbra a gastar bromas crueles. Acaso para que no creamos que podemos escapar de sus garras. En realidad siempre está un paso por delante nuestro torciendo nuestra voluntad, quebrándola. A Jack Kerouac, un chico de Lowell (Massachusetts), de origen católico y ascendencia francocanadiense, antiguo jugador de fútbol americano desde el instituto, le ocurrió más o menos esto mismo. Nunca acertaba. Cuando necesitaba triunfar -no tenía ni dinero, ni casa, ni familia, sólo un sueño que escondía en los hoteluchos de mala muerte de la América subterránea- parecía condenado a perpetuarse como perfecto fracasado. Cuando el argumento de la trama cambió, cayó en la cuenta, como tantos otros, de que detrás de la adoración excesiva de los demás hay bastante más sordidez que la que suele asociarse a la soledad.
Elevado a los altares de la contracultura norteamericana tras la publicación de su novela más leída -On the road [En el camino]-, editada por Viking Press casi seis años después de que fuera concebida durante tres semanas febriles en las que no hizo otra cosa que tomar benzedrina, fumar, beber, sudar y golpear con rabia una vieja máquina underwood, a nuestro personaje la muerte -por alcoholismo- le cogió sumido en un profundo desencanto que ni siquiera las palmeras de Florida, donde terminó sus días, pudieron atenuar.
La suya fue una odisea inversa. Llena de malentendidos. El primero: ser considerado -todavía lo es- una especie de portavoz eterno de una generación que nunca llegó a entender. Y de la que renegó igual que otros artistas americanos, como Dylan, obsesionado con dislocar a su cohorte de creyentes. No es extraño que el poeta de Minnesotta diga que uno de los libros que le cambiaron la vida fue Mexico City Blues, de Kerouac. Ambos comparten espíritu, aunque su destino haya sido bastante divergente.
De la verdadera condición de Kerouac como escritor -sólo un escritor- trata el volumen que la editorial Anagrama ha recuperado como complemento a la edición del manuscrito íntegro de On the road. Un capricho que reúne cuatro intentos de acercarse a la figura del escritor norteamericano que, por los azares editoriales, hasta ahora sólo podían leerse en inglés en la edición que la editorial Penguin -el evangelio de la literatura clásica en esta lengua- había armado hace cuatro años para su versión canónica y completa del libro salvaje de Kerouac.
Los ensayos, de estirpe breve, están firmado por expertos en la obra del autor de Los subterráneos -Howard Cunnell, Penny Vlagopoulos, George Mouratidis y Joshua Kupetz- y abordan desde perspectivas complementarias las leyendas que acompañaron a la novela de carretera de Kerouac desde su génesis, situada en un polvoriento apartamento del barrio de Chelsea -Nueva York- más o menos durante la primavera de 1951.
El libro, en realidad, comenzó a escribirse en la mente de Kerouac mucho antes de esa fecha y durante años bastante previos a su publicación definitiva, que recortó, reelaboró y ordenó el caudal de prosa libre que el escritor, marinero mercante por temporadas, vagabundo constante, compañero de locuras de la generación beat, había escupido en un rollo de papel continuo de 36 metros de longitud sin puntos y aparte, como un salmo vitalista y lleno de rabia.
La historia dice que el papel en el que se escribió era de teletipo. Lo cierto, según desvela Cunnell en su ensayo, es que más bien era un inmenso pergamino, como una torá judía, de 125.000 palabras. Una página infinita en la que se cuentan las peripecias de dos jóvenes que a finales de los años cuarenta cruzaron América de un extremo a otro en busca de sensaciones que nunca conseguirán porque no se pueden retener. Son puro gas.
La versión oficial del libro redujo, según los ensayistas, el enorme caudal de la epopeya de Kerouac y su amigo Neal Cassady, excluyendo las partes más sexuales del viaje (ambos eran heterosexuales que no hacían ascos al sexo múltiple, incluyendo los escarceos homosexuales) pero manteniendo su espíritu esencial: la búsqueda de dos jóvenes que rechazan el mundo tabulado de los Estados Unidos de esos años, en los que se consideraba peligrosos y antipatriotas a aquellos que decidieran no someterse a las grandes instituciones sociales: trabajo, patria y familia.
Kerouac condensó en su texto seis viajes diferentes de costa a costa, con meandros salvajes, incursiones en México y escapadas hacia el infinito a ritmo de jazz (el be bop es su sinfonía, la improvisación su estilo), condensando con acierto estos anhelos de libertad, simbolizados en la enterna noche americana, "más roja y más oscura conforme pasa el tiempo". Una noche que enseña una lección que llena tanto de júbilo como de angustia: "No existe ninguna patria".
Su mensaje no podía ser más puro. Pero, como suele ocurrir, degeneró en una industria de la disidencia oficial que situaba a los beats como pioneros -antes que ellos lo fueron los románticos y los simbolistas franceses- y los hippies como herederos posteriores. Todo esto ya poco tenía que ver con Kerouac, que sólo escribió lo que sentía por "ese tipo de gente que está loca por vivir, por hablar, gente que jamás bosteza o dice un lugar común". "Son improductivos, es verdad, pero la gente que forma parte de la cantinela neurótica del dinero es peor". Kerouac tuvo siempre los conceptos claros. Incluso al poner el título de sus memorias: Después de mí, el diluvio.
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