Manolete, paseíllo hacia la eternidad
Historia taurina
Solo en la habitación, el torero se sumerge en recuerdos y deseos. Medita, piensa. Sueña un futuro tranquilo, en la paz del campo, alejado del público que tanto le ha dado
José María Martorell, torero de Córdoba para el mundo
Madrugada agosteña. El calor es intenso en Andalucía. Es difícil conciliar el sueño. Linares es el punto de destino para un coche que viaja desde Madrid. El vehículo, un Buick azul, es ocupado por el ídolo de una España rota por la siempre incívica guerra fratricida. Manolete, acompañado por su apoderado, José Flores Camará, por Antonio Bellón, crítico del diario Pueblo y de Guillermo, su fiel mozo de espadas, llegan a la ciudad minera, donde se celebra su tradicional feria en honor de San Agustín.
Manolete está cansado. La cena en Manzanares, a pesar de ser frugal y ligera, no le ha sentado bien. En el hotel Cervantes los recibe el empresario Pedro Balañá, pero el matador no tiene ganas de tertulia, solo quiere descansar. Ocupa la habitación número 42, dicen que una de las más frescas del recinto hostelero, pero con la única pega que tiene que compartir baño con las demás de la planta. Manolete se desviste y se deja caer en la cama. El hombre está agotado.
El bullicio es incesante. Manolete se despierta. Su apoderado se marcha al coso de Santa Margarita. Es la hora del sorteo. En corrales espera una corrida de Miura. Manolete atiende a algunos de sus seguidores. Entre ellos, el conde de Colombi y al crítico Ricardo K-hito. Al fin se queda solo. Solicita a la recepción le pongan una conferencia telefónica al parador de Lanjarón, donde descansa Lupe Sino. Le confiesa su agotamiento físico y las ganas que tiene de que acabe la temporada. Muchos contratos le ha cerrado Camará, en la que se presume sería su última temporada.
Manolete, solo en la habitación, se sumerge en recuerdos y deseos. Medita, piensa. Sueña un futuro tranquilo, en la paz del campo, disfrutando como agricultor y alejado de aquella masa de público que tanto le ha dado, pero que tanto le exige cuando ya no puede darle más. La soledad es mala compañera y en la mente del torero cordobés solo cabe un deseo. El de dejar de torear cuando acabe la temporada y abandonar el mundo del toro, donde lo ha conseguido todo.
Vestido con un pijama de seda y calzado con unas zapatillas sale de la habitación y se dirige al baño. Pasa por delante de la habitación de Luis Miguel Dominguín y la ve llena de seguidores. A la vuelta del baño, la habitación permanece vacía. Luis Miguel le ve y le invita a pasar. Manolete acepta y se queja del calor a su anfitrión. La conversación inicialmente es fría, pero poco a poco Manolete se sincera con aquel joven que viene con ganas de pelea. "Estoy muy cansado Miguel. Me han hecho torear a la fuerza. Cuando termine esta temporada quiero marcharme".
El joven Dominguín le quita hierro a las afirmaciones del coloso cordobés. "Manolo, así estamos todos a finales de agosto. El calor, los viajes y la tensión acaban por agotar a cualquiera, pero luego termina la temporada y estamos deseando que llegue marzo para empezar otra vez. Verás como el año que viene estás más animado". Manolete se mantiene firme. "No, no. A final de temporada me retiro y lo que siento es que a quien más daño voy a hacer es a ti. Tú heredarás mis enemigos y todos irán en contra de ti. Ya lo veras". Luis Miguel escuchó aquella profecía y permaneció en silencio. Se desearon suerte para aquella tarde y se despidieron.
Manolete regresa a su habitación. Camará llega del sorteo. Le comenta al Monstruo que la corrida está bien presentada y que ha cambiado un toro del lote, justo de presentación, por otro que le había tocado a Gitanillo de mucha más presencia, para tratar así de evitar que el público se enfadase. Manolete asiente y da por bueno lo realizado por su hombre de confianza y apoderado. Guillermo no para y ya ha preparado la silla. Sobre ella ha dispuesto un terno rosa pálido y oro, estrenado en la campaña americana, y que gusta al torero por su ligereza. Lo ha usado bastante en la temporada. Chimo, el ayuda, se afana con los capotes y muletas. Revisa los trastos uno por uno. Los pliega de forma matemática y solemne y los coloca en el esportón. Todo está dispuesto para la gloria de un triunfo.
Alguien llega a la habitación. Le musita algo a Camará. Este se dirige al torero. "Manolo, me dicen que Luis Miguel se ha olvidado la castañeta. Que si le prestamos alguna". Manolete da una calada al cigarro de Philipe Morris, expulsa el humo y le dice a Guillermo: "dásela, que se ponga algo de torero".
Almuerzo ligero y descanso sin poder hacerle cuerpo y espíritu. El tiempo pasa inexorable. Ha llegado la hora. Guillermo, el fiel escudero, empieza a vestir al torero. Su apoderado, como de costumbre, le ata los machos de la taleguilla. El traje no queda ajustado, la taleguilla hace alguna que otra arruga. El cuerpo está cansado, al igual que el hombre. Manolete ya está vestido de ídolo. Atrás quedó la mañana de soledades y deseos. Manolete ya está en el patio de cuadrillas de una plaza abarrotada para verle. Parsimoniosamente y ayudado por Cantimplas y Gabriel González, se lía el capote de paseo. Clarines y timbales anuncian el inició del festejo. Manolete, vestido de rosa pálido y oro, inicia el paseíllo, el último, el de la inmortalidad.
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