El Pireo: la esperanza de la ortodoxia en el auge de la heterodoxia
Historia taurina
Todo aquel clasicismo venía de la mano de un joven al que apodaban el Pireo y que se llamaba Manolo Cano, quien se doctoraría en tauromaquia el 26 de septiembre de 1964 en Córdoba
El día ha amanecido luminoso. Córdoba celebra su tradicional feria de septiembre. Es temprano. En los mentideros taurinos de la ciudad, la polémica está servida. Todo el mundo habla de lo acontecido en la jornada anterior ¿Habrá toros o no? La víspera ha resultado atípica. Pese a estar anunciado un cartel de campanillas, las puertas del coso de los Tejares no se abrieron.
La cogida en Logroño de El Cordobés, quien había llegado a la fiesta de los toros para removerla de arriba a abajo, fue causa fundamental de la suspensión del primer festejo de la feria. Suspensión con polémica, tanto que uno de los actuantes, caso de Jaime Ostos, compareció en los Tejares acompañado de un notario, para que levantase acta de la no celebración del festejo, argumentando que no había sido puesto en conocimiento de la cancelación del espectáculo.
También se temía que la ausencia del “huracán” Benítez frustrase uno de los grandes acontecimiento de la temporada taurina en aquel año de 1964. Se había previsto la alternativa como matador de toros de un novillero cordobés de cuyas muñecas brotaba una tauromaquia equidistante en su totalidad a la que había asombrado en aquellas fechas. Era el clasicismo frente a la revolución, la elegancia contra el arrebato, el empaque frente al desorden aparente. La ortodoxia ante la heterodoxia. Todo aquel clasicismo venía de la mano de un joven al que apodaban el Pireo y que se llamaba Manolo Cano, quien el destino había dispuesto que se doctoraría en tauromaquia aquel lejano 26 de septiembre de 1964.
Conforme pasaban las horas, la expectación iba en aumento. Se supo que sería Antonio Bienvenida quien ejercería de padrino, ante la forzada ausencia de el Cordobés. Los partidarios de José María Montilla se sintieron agraviados, pues deseaban que hubiera sido éste el padrino de la ceremonia. También, para colmo, se desecharon algunos de los ejemplares enviados por Carlos Núñez desde Tarifa, debido a la falta del peso mínimo previsto. Fueron sustituidos por dos toros con el hierro de Juan Valenzuela, llegados de lo más profundo de la Sierra Morena.
El ambiente continuaba siendo turbio. Los inconvenientes y los escollos se fueron sorteando, no sin esfuerzo, poco a poco. Todo estaba dispuesto para una fecha tan señalada, y no solo para quien aspiraba a convertirse en matador de toros, sino para todos aquellos que deseaban poner límites al tremendismo imperante en las plazas de toros.
El futuro matador está tranquilo. Espera con ansia el momento. Sobre la silla está dispuesto un terno blanco y oro. El torero lo vela antes de la batalla. Mientras, en los Tejares es enchiquerada la corrida. Todo son ilusiones, anhelos y buenos deseos. El ambiente en las calles es mucho. Córdoba va a tener a un nuevo matador de toros, y muchos depositan en él la confianza de reverdecer añejos laureles frente a aquellos que aún no lo han hecho, pese a la irrupción de unas nuevas formas y estilos que estaban llamador a marca una época.
Los toreros parten plaza. El neófito, en el centro. El padrino, Bienvenida, vestido de grana y oro, a su izquierda; y a su derecha, de verde y oro, el testigo de la ceremonia, el también cordobés Gabriel de la Haba Zurito. Las formación torera queda rota. La ovación es estruendosa. Algunos pitan. ¿Por la suspensión del festejo anterior? ¿Tal vez por la ausencia como sustituto de José María Montilla? Las palmas acallan la protesta y los toreros saludan a los congregados en una plaza a la que faltó poco para colocar el ansiado cartel de no hay billetes.
Suenan clarines y timbales. Ya está el toro de la ceremonia en el ruedo. Atiende por Fogarín. El Pireo se luce en unos elegantes lances a la verónica. Capote de seda y de fino trazo que vuelve a dibujar sobre el albero una identidad propia, pura y clásica, en unos lances al delantal. Don Antonio cede estoque y muleta al nuevo matador.
Córdoba alumbra así a un nuevo doctor en tauromaquia. La faena es limpia, pura, transparente, sin alharacas ni artificios. El toreo de siempre. El que se graba en la memoria. La banda ataca los compases del pasodoble compuesto por el maestro Timoteo en honor del nuevo matador. Los tendidos vibran y enloquecen.
El triunfo es claro. La espada, a pesar de haber realizado gallardamente la suerte, lo difumina. La vuelta al ruedo es triunfal. El nuevo matador muestra su elegante estilo en el sexto, un animal de Valenzuela que no se presta a un triunfo rotundo. Aún así, cuando la gente abandona el coso de los Tejares, lo hace con la certeza que la Córdoba taurina ha alumbrado a un nuevo torero de campanillas. Un torero que ha llegado a sentar cátedra de un estilo inmarchitable.
Una etapa tristemente demasiado breve, pero que por su enorme calidad, aún es recordada por todos aquellos que la vivieron y que la perpetuaron en la memoria de una ciudad que, en ocasiones, muchas por desgracia, olvida muy pronto momentos épicos de sus hijos.
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