Polvo de estrellas
'Las estrellas de Hollywood. Retratos y conversaciones' ofrece las semblanzas más favorables de 25 actores a cargo del cineasta neoyorkino Peter Bogdanovich

Hollywood nació y creció, sobrevivió y sobrevive gracias a un tejido industrial altamente especializado, que ha jugado con inteligencia dos bazas de probada eficacia: el cine de géneros -siempre abierto y expuesto a nuevas ideas y tendencias- y el llamado star-system, que ha ido renovándose según han cambiado los gustos del público. Los años dorados de la Meca del Cine abarcan medio siglo que podríamos enmarcar, idealmente, entre dos millonarias superproducciones, Intolerancia (Intolerance, 1916) de David W. Griffith y Cleopatra (1963) de Joseph L. Mankiewicz, dos muestras palmarias del dinero y el talento que Hollywood es capaz de invertir o derrochar con tal de no perder su primado. En el camino se han quedado mucho del rigor y la inventiva de antaño, pero la gente todavía habla de "Una película de risa" o "Una de miedo" y presenta el último éxito de la temporada como "Una película de Tom Cruise" o "Una de Julia Roberts"; esto es, el Gran Público se forja según una determinada forma de entender el cine.
Peter Bogdanovich (Nueva York, 1939) comenzó su carrera como periodista coincidiendo precisamente con el desmantelamiento del sistema de estudios. Cuando se pasó a la dirección apenas quedaba nada de aquel cine en cuyas ubres se amamantaron los miembros de su generación: Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, George Lucas, Martin Scorsese, Brian De Palma, etc. Su segundo largometraje de ficción, La última sesión (The Last Picture Show, 1971), es un emocionado tributo al cine de ayer que estaba quedándose irremediablemente atrás, ese cine que las nuevas hornadas de cinéfilos, sin demasiado interés por la arqueología, no parecen dispuestas a desenterrar. Como realizador, Bogdanovich nunca pretendió innovar. Le habría bastado con que lo consideraran un nuevo Howard Hawks, según demuestra ¿Qué me pasa, doctor? (What's Up, Doc, 1972), una comedia con Ryan O'Neal imitando a Cary Grant y Barbra Streisand como una improbable nueva Katharine Hepburn. Bogdanovich apuntaba maneras, pero no sabremos dónde habría llegado de haberle sonreído la suerte. El caso es que el éxito le dio la espalda a menudo y su sino fue ir de un lado para otro poniendo en pie proyectos, muchos de los cuales no se han estrenado entre nosotros.
Como crítico o cronista cinematográfico, las cosas le han ido mejor y su currículum cuenta con una serie de textos clave sobre cineastas imprescindibles: John Ford, Orson Welles, así como su muy admirado Howard Hawks. Como cineasta y escritor ha cruzado su camino con el de un extraordinario número de personas que han escrito lo mejor de la historia del cine norteamericano. No todo el mundo puede presumir -de ahí que Bogdanovich caiga en la vanagloria- de haberse codeado con Cary Grant, James Stewart o Audrey Hepburn, de haber charlado con Charles Chaplin, Marlene Dietrich o Marlon Brando o haber visto, siquiera de pasada a Marilyn Monroe o Lilian Gish, que empezó en el cine allá por 1912. La editorial T&B ha publicado Las estrellas de Hollywood por Peter Bogdanovich. Retratos y conversaciones, un atractivo volumen con veinticinco semblanzas de intérpretes de aquella época mítica, solapadas a una especie de autobiografía inconfesa. Veinticinco artistas retratados desde el perfil más favorable; sólo uno no llegó a conocer: Humphrey Bogart. Para evocar su figura, Bogdanovich contó con la inestimable ayuda de su viuda, Lauren Bacall.
El objetivo del libro es doble: de un lado, mostrarnos el lado humano de esos profesionales que blindaron la maquinaria hollywoodiense; de otro, analizar lo que simbolizaban aquellos actores en el imaginario popular. El libro abre las compuertas a un abundante caudal de anécdotas, algunas jugosas. Hay hueco para el dato y el chisme. Bogdanovich se hace eco de alguna habladuría, incluso de alguna indiscreción, pero sin pretender el escándalo. Al contrario, recurre al ramalazo edificante, a ese toque ejemplar y patriotero alimentado por la fiebre post-11 de septiembre. Como buen estadounidense, siente la urgencia de restablecer la imagen de su país y la fe en sí mismo y en los mitos nacionales, y por ahí cae en la tentación de la mitomanía: "Lo mismo que para los griegos representaban los dioses y diosas, estas estrellas formaban una especie de mitología del siglo XX creada por el cine. Ya no eran actores interpretando un rol (porque todos sus papeles se fundían en un único y definitivo personaje, un héroe popular especial, similar pero no necesariamente idéntico al mortal original)", escribe.
De los muchos episodios incluidos en Las estrellas de Hollywood me quedaría con el encuentro fugaz con Montgomery Clift: Bogdanovich, un cinéfilo veinteañero y compulsivo entonces -lo imagino sabihondo y un pelín repelente-, colabora con un cine neoyorquino en donde se proyectan varias películas de Alfred Hitchcock. El protagonista principal de Yo confieso (I Confess, 1953) acude a la proyección. Corre el año 1961, Montgomery Clift tiene sólo 40 años, pero ya es un hombre acabado. Mientras rodaba El árbol de la vida (Raintree County, 1957) se había dejado la cara contra el parabrisas en un grave accidente automovilístico. La cirugía plástica eliminó las cicatrices, pero el actor no superó aquel trago amargo, nunca se identificó con la expresión dolida que se le había quedado en el rostro, y cayó en la espiral de depresión y drogas que acabaría con su vida. Aquella tarde de 1961, Clift abandonó la sala para fumarse un cigarrillo. Bogdanovich se acercó para comentarle que le encantaba la película. Le preguntó al actor qué le parecía a él y Clift, contemplando su propia imagen en la pantalla como la de un extraño, respondió: "Es… duro, sabes". El joven intentó levantarle el ánimo: el cine tenía un libro de sugerencias a disposición del espectador y alguien había escrito unas líneas solicitando cualquier película de las suyas. Se lo enseñó. Aquello debió de alegrarle la tarde a Clift, pero no impugnar una certeza que había probado en sus propias carnes: llega un momento en que hasta la star más refulgente se apaga. Lo que flota luego en la pantalla sólo es polvo de estrellas.
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