¡Resonad, timbales!

Cristina Llorens, entre timbales.
Antonio Torralba

09 de mayo 2009 - 05:00

Cuando en 1675 Jean Baptiste Lully tuvo la ocurrencia de incluir los timbales en la orquesta, no podría imaginar que esos nobles instrumentos de percusión llegarían a colocarse al frente para protagonizar con ella el diálogo que constituye la esencia de la forma concierto. Tampoco lo imaginarían seguramente Bach y los autores del Barroco, que los emplearon profusamente "para el ordenado fundamento, acompañamiento o bajo de trompetas", como dejó anotado el tratadista Mattheson en 1713. Sin embargo, poco más de un siglo después de la innovación de Lully, la curiosa Sinfonía para ocho timbales y orquesta (1785) de Johann Carl Fisher (1752-1807) y otras poquitas obras singulares de la época apuestan por dar protagonismo a los timbales en estructuras más o menos concertantes.

Pero para que pudiera desarrollarse un verdadero lenguaje de concierto, habría que esperar a que el instrumento desarrollara las posibilidades de afinación que le permitieran participar también en la construcción de la melodía. Faltaban los hallazgos organológicos que jalonan su historia más reciente, desde la invención del pedal de Dresde (1870) hasta la sustitución en el siglo XX de los parches de piel por los sintéticos. Faltaba también, lógicamente, una tradición musical paralela que diera vida artística a esas innovaciones: Beethoven, Berlioz, Nielsen, Béla Bartók, Milhaud, Britten… Todo eso tuvo que ocurrir antes de que autores como William Kraft, Gordon Jacob o John Beck empezaran a abonar una tradición que ha dado sus más interesantes frutos con las aportaciones de Philip Glass (Concerto Fantasía para dos timbaleros y orquesta, 2000) y Ney Rosauro: el Concerto para timbales y orquesta (2003).

A este último hubo de enfrentarse Cristina Llorens al comienzo de la velada que vamos a comentar. La brillante percusionista de nuestra orquesta abordó con entusiasmo y resolvió con elegancia los difíciles retos que plantea la original obra del brasileño. Éstos no se basan en el virtuosismo rítmico (que sólo aparece en algún grado en la cabalgata del tercer movimiento), sino en la construcción de un fraseo melódico que ha de explorar el lirismo en el segundo tiempo y ser capaz de insertarse en el emocionante contrapunto del Bachroque del comienzo. Las dificultades para conseguir ese fraseo (y, muy especialmente, una aceptable afinación) son enormes con unos instrumentos cuyas características acústicas hacen sumamente difícil la producción (¡y la escucha!) de sucesiones de alturas diversas que podamos sentir como melodías. En aún mayor medida que cuando vemos a un solista de contrabajo intentado que su instrumento hable en el registro agudo, presenciar la lucha de un buen músico con cinco grandes timbales para hacerlos cantar (uno más y echaríamos mano de la metáfora taurina), puede ser un espectáculo magnífico de superación humana. Creo que el aplauso más largo de la noche también premiaba el encanto, la sencillez y la gracia con que la solista mostró ese aspecto.

A continuación, el inspirado autor de la obras de la primera parte se puso al frente de la marimba para demostrar que también es un gran solista. Interpretó muy bien su Concierto n. 2 para marimba y orquesta, obra llena de hallazgos formales (el tratamiento de la forma sonata en el primer movimiento), tímbricos (muy interesante la orquestación de la tercera parte) y melódicos. Estos últimos logran establecer desde el comienzo una fuerte complicidad con el oyente, que disfruta delicias como la encantadora melodía con que comienza el segundo tiempo (Reflections and dreams), construida sobre el bajo del Aria de la Suite orquestal n. 3 de Bach.

Manteniendo el aire de romanticismo extremado que inundaba la velada, la segunda parte suponía no obstante un cambio de tercio. La Patética sirvió para que brillara el otro protagonista de la noche: el director puertorriqueño Guillermo Figueroa. Si en las obras de Rosauro nos pudo hacer echar en falta mayor complicidad rítmica con los solistas, en el grandioso testamento musical de Chaikovsky estuvo magnífico, alcanzando momentos de hondísima emoción en conjunción con la Orquesta de Córdoba. Una pena que, antes de extinguirse del todo los graves de los contrabajos que ponen un broche de triste penumbra a esta sinfonía, parte del público de butaca se levantara aprisa para marcharse sin agradecer, ni en el grado que la corrección exige, la espléndida actuación que acababa de presenciar: una inolvidable velada construida con los esfuerzos de un gran conjunto orquestal, muchos años ya al servicio del melómano cordobés. ¡Dios, qué buen vassallo si oviese buen señore!

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último