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No deja de resultar curioso que una novela breve escrita por Thomas Mann en 1912 fuera adaptada casi de forma simultánea para el cine y la ópera por tres artistas que nacieron aproximadamente en la fecha de la creación original de la pieza literaria. Luchino Visconti tenía seis años cuando Mann publicó Der Tod in Venedig; Benjamin Britten nacería justo al año siguiente, mientras que su libretista, la crítica de arte Mary Myfanwy Piper, lo había hecho el anterior, en 1911. Con el proyecto en marcha desde 1970, es bien sabido que cuando Britten supo que Visconti estrenaba (1971) su Muerte en Venecia, se negó a ver la película para que no influyera en su propia obra. Pese a ello, y más allá de la anécdota narrada, hay un elemento común a las dos propuestas: el énfasis sobre el envejecimiento, que estaba mucho menos marcado en la novela. Sin duda, una cuestión generacional.
Desde la aclamada Peter Grimes (1945), Britten se había convertido en el más importante operista británico -y posiblemente, mundial- en una época en la que la vanguardia había condenado el género al ostracismo de lo demodé. Acusado muchas veces de reaccionario por su estilo cercano a la tradición y la tonalidad, lo cierto es que Britten, aunque siempre alejado del experimentalismo, no hacía ascos al uso de recursos modernos, como demuestran los pasajes dodecafónicos que aparecen en el discurso, más declamado que cantado (un sprechgesang a la inglesa), de su Gustav von Aschenbach, cuya voz de tenor se opone a la de un barítono que encarna infinidad de papeles secundarios, persiguiéndolo casi como una encarnación de la Parca. También hay otros pequeños roles menores y un coro, que participa en la acción, pero está oculto. Muerte en Venecia nos habla de la búsqueda de la inspiración perdida en un sur que es fuente fascinante de belleza, pero también, como la otra cara inevitable de la moneda, de corrupción (simbolizada por el cólera) y de muerte, y Britten se apoya para desarrollar estas ideas en una oposición aún más visible y crucial que la del protagonista y su mortal antagonista: la de la música y la danza, pues el objeto del deseo, el joven Tadzio, no habla, es encarnado por un bailarín, lo que lo hace aún más inalcanzable para Gustav.
En su producción para el Teatro Carlo Fenice de Génova en 2000, que fue repuesta en La Fenice de Venecia en junio de 2008 (de donde sale esta filmación), Pier Luigi Pizzi enfatizó este contraste con el uso de un adulto para caracterizar al adolescente y acompañarlo de un amplio cuerpo de baile, que incluye mujeres, lo que quizá resta fuerza al trasfondo homoerótico de la historia, aunque en ningún caso le quita sensualidad ni morbidez. Musicalmente, Bruno Bartoletti dirige con sobrada eficacia a unos conjuntos muy apreciables, el tenor Martin Miller supera el reto de su casi permanente presencia en escena con excelencia y el barítono Scott Hendricks muestra versatilidad y apasionamiento en su héptuple cometido.
Solistas. Coro y Orquesta de la Fenice. B. Bartoletti. P. L. Pizzi Dynamic (DVD) (Diverdi)
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