Terciopelo nazareno y oro, prenda ceremonial

Historia Taurina

Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Es el traje escogido por Rafael González 'Chiquilín' para su alternativa

Traje de luces con el que tomó la alternativa Rafael González ‘Chiquilín’.
Traje de luces con el que tomó la alternativa Rafael González ‘Chiquilín’. / El Día
Salvador Giménez

02 de agosto 2020 - 10:37

Córdoba siempre vivió épocas de esplendor en la historia del toreo. Cierto que en ocasiones, muchas y frecuentes, se atraviesa por un desierto mustio y triste. Es cuando la Córdoba taurina se sumerge en la profunda sima, de donde siempre, y periódicamente, suele salir con fuerza. Muchos años habían pasado desde que Manuel Benítez el Cordobés hubiera estremecido los cimientos de la tauromaquia. Desde su marcha, Córdoba había quedado sola, triste, sin un estandarte que enarbolar en el toreo. Ni Agustín Parra Parrita con su personalidad y buen estilo, ni tampoco la valentía y honradez de Fermín Vioque, doctorados en tauromaquia en 1976 y 1984 respectivamente, habían conseguido que Córdoba despertara de su desidia.

Tuvo que llegar la década de los noventa. En ella, dos jóvenes de la tierra revolucionaron, y de qué manera, el panorama taurino cordobés. Uno, con una cabeza privilegiada a pesar de su juventud, y unas formas toreras fundamentadas en el toreo clásico. Otro, valeroso y valiente, vertical y personal. Dos polos contrapuestos, pero que se atraían entre sí, formando una pareja novilleril que partió a la Córdoba taurina, y no tan taurina, en dos bandos rivales e irreconciliables.

El primero de ellos, Juan Serrano de nombre, Finito de Córdoba de apodo, había alcanzado el grado de matador de toros un año antes. Es 1992. El año en que España fue referente mundial por dos acontecimientos extraordinarios: la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos en la ciudad condal de Barcelona. La primera sobre todo, había cambiado mucho a Córdoba. Fue el año del tren de alta velocidad, el llamado AVE. Se podía viajar a Sevilla por una autovía que acortaba la distancia entre las dos ciudades, lo que hacía que ir hacía la vieja Hispalis, o viajar hasta la ciudad califal, se hiciese en un tiempo hasta entonces imaginable.

Córdoba comienza a vivir su mes de mayo. La Expo queda en un segundo plano. En esa semana feriada los cordobeses no viajan a Sevilla. El día 27 de mayo, sí son muchos los sevillanos que viajan a Córdoba. Vienen a venerar a Curro Romero, viejo Faraón del toreo, que acude a la tierra de Los Califas a convertir en matador de toros a un joven torero de la tierra, que posee condiciones importantes para ser “gente” en el mundo del toro y así volver a reeditar la competencia novilleril con su rival, Finito de Córdoba.

Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Está cosido por el afamado sastre de toreros Fermín. Está confeccionado con terciopelo de Lyon color nazareno. Los hilos de oro dibujan sobre su hechura barroquizantes dibujos de piñas y ornamentación vegetal. Es el traje escogido por Rafael González Chiquilín para su alternativa. El ser humano para las grandes ceremonias suele escoger sus mejores galas. Rafael no lo ha dudado. Ha roto la tradición de vestir de blanco en tan señalado día. En su memoria quedó grabado el primer chispeante de luces que vistió el día de su presentación en público. Era un viejo nazareno y oro prestado por un compañero de la Escuela Taurina de Córdoba. Por eso, siempre lo llevó en su cabeza. El día que tomará la alternativa, no vestiría de blanco. Lo haría de nazareno, en recuerdo a aquel traje con el que vivió sus primeros desvelos toreros.

Ya está enfundado en la sofisticada prenda. Su cuerpo torero se ha adaptado a ella como un guante. Está en el patio de cuadrillas. A su lado ya no están dos chavales que quieren ser toreros. A derecha e izquierda están dos nombres consagrados. Uno, el Faraón, Curro, capaz de lo mejor y de lo peor. Como testigo un joven Julio Aparicio, capaz de romper los tiempos con su toreo de sonidos oscuros de reminiscencias flamencas de las fraguas del arrabal de Triana. Se parte plaza. La suerte está echada.

Salta el toro a la arena. Lleva el hierro de la estrella. Indica su procedencia de Jandilla. Es negro mulato y bragado. Canalla es su nombre. Chiquilín lo pasa de capote con su personal estilo. Curro Romero, en presencia de Aparicio, le cede los trebejos de torear, y con ellos el grado de matador de toros. Rafael cumple su sueño, ya es torero. Nada más y nada menos que vestido de nazareno y oro.

La faena luce con los tonos sepias del toreo que gusta en Córdoba. Vertical como la torre de la Catedral, solemne como la tarde del Jueves Santo en la que Jesús Caído baja desde San Cayetano, vibrante como todo lo que brota del alma. La obra está hecha. La rúbrica de la espada es perfecta. Uno de los pitones de Canalla golpea la pierna del espada. No se ve en el traje deterioro alguno. Chiquilín saborea los éxitos que rubrica en su segundo toro. De vuelta al hotel, el dolor se agudiza en la pierna.

El nazareno del traje no está desgarrado, pero la piel, sí. Al éxito se le une el dolor. El torero tiene que ser operado de una silenciosa cornada. En un rincón de la habitación, también silencioso, queda el traje de la ceremonia. Una segunda piel de tonos violetas y dorados bordados que ha sido testigo de las dos caras de la fiesta. La gloria y el dolor.

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