Alma compleja y bella
DE LIBROS
Anthony Birley ofrece en 'Marco Aurelio' una completísima biografía del hombre político, del hijo, el padre, el alumno, el administrador y el soldado, pero elude con prudencia consideraciones de tipo introspectivo

La ficha
'Marco Aurelio'. Anthony Birley. Traducción de José Luis Gil Arestu. Gredos, 2025. 448 páginas, 22,90 euros.
Ya hemos constatado aquí la excelente salud de la que goza el estoicismo, editorialmente hablando, dentro del panorama general de corrientes filosóficas del pasado. Basta con darse una vuelta por cualquier mesa de novedades para advertir que el estoico, capaz de domeñar sus pasiones sin que le tiemble el flequillo, sigue siendo un modelo de referencia en estos tiempos de convulsión y tormentas: títulos del albur de Cómo ser un estoico o Pequeño libro de la filosofía estoica prometen armarnos de serenidad y otorgarnos todas las herramientas con que contaban los antiguos sabios a la hora de enfrentarse a los sinsabores de cada día. Sinsabores que han aumentado desde la famosa pandemia, donde todo el mundo se dio cuenta de golpe (parece) de la vacuidad de la propia existencia y ante los que conviene estar preparados, por si el temporal (crisis, guerras, aranceles) arrecia más todavía.
Entre la nómina de filósofos estoicos populares, dos se llevan la palma. Hay entre ellos una curiosa y magnética simetría: uno fue esclavo y el otro emperador, uno vivió pobremente en una cabaña y el otro vistió la púrpura en palacio, uno ocupó la sombra y el otro disfrutó del sol, pero ambos mantuvieron una perspectiva idéntica sobre la misión, el orgullo o la desgracia de ser hombre. Ambos, curiosamente también, vivieron en casi la misma franja de la Historia, aunque no llegaron a conocerse: el primero de ellos, Epicteto, ya había dejado de enseñar y recibir visitas en su ergástulo, y de pontificar sobre la inutilidad de todo lamento, cuando Marco Aurelio ascendió al trono. Era el 161, el punto álgido del Imperio Romano, donde la paz, el derecho, las legiones y los acueductos se extendían ininterrumpidamente desde Lisboa hasta el Tigris: una época que ha quedado para la posteridad como una de las de mayor esplendor cultural y económico de la Antigüedad. Y que precisamente iba a comenzar a oxidarse en el instante en que aquel joven taciturno, algo apático, más dado a la reflexión que al estallido, se ponga al frente del mundo.
Dos monumentos nos han llegado de aquel hombre singular, marcado por un destino no menos único. El primero es visible: ocupa el centro de la Plaza del Capitolio en Roma y consiste en una contundente estatua de metal, la única de su género que ha sobrevivido hasta nuestros días. En ella, un emperador de color ceniza contempla con mirada soñolienta a los súbditos que se reúnen bajo la pezuña de su montura, y reflexiona probablemente, como el Ozymandias de Shelley, sobre el frío de la eternidad. El otro monumento, mayor y más sólido, exige una espeleología: hay que descender a las Meditaciones, recorrer sus muchos soliloquios y extraviarse entre sus recuerdos y conjeturas, para apreciar en toda su intensidad una de las almas más complejas y bellas que ha dado la civilización antigua, o la civilización sin más. No es de extrañar que todavía hoy, y sin demérito de los manuales de consumo masivo que he citado más arriba, siga siendo el libro de filosofía más publicado de todos los tiempos.
Es, por tanto, una tarea ingrata enfrentarse a las Meditaciones, hacer competencia al personaje invencible que las protagoniza. Anthony Birley, que lo sabe, elige omitir la psicología y decantarse por los datos: así, nos ofrece una completísima biografía del hombre político, del hijo, el padre, el alumno, el administrador y el soldado, pero elude con prudencia consideraciones de tipo introspectivo. De modo que su libro nos informa con apasionante detalle de los lazos clientelares de que disponía la familia carnal de Marco, de los tejemanejes burocráticos y legales que jalonaron su acceso al poder, de los rudimentos de su educación literaria, a cargo de las lumbres dobles de Frontón y Herodes Ático, y, también, de las menudencias en torno a la defensa de las fronteras del imperio, que arrastraron al desdichado filósofo a un sinfín de campos de batalla contra su voluntad. El resultado son casi quinientas páginas de erudición donde, más que el individuo, se plasma una instantánea concreta de la historia de Europa o del mundo, aquella durante la cual el primer imperio universal comenzaba a agrietarse sin remedio. En cuanto al individuo mismo que da título al libro, permanece misterioso y opaco debajo de sus propios actos, decisiones, aras y bustos, deseando hablar al lector en otro libro que no es este, pero al que sirve de excelente complemento.
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