"De tanto apretarlas, las tuercas pueden acabar rompiéndose"

Isaac Rosa, uno de los escritores más solventes de su generación, ahonda en 'La mano invisible' en la deshumanización laboral y el "estado de malestar en el que vivimos"

El escritor Isaac Rosa (Sevilla, 1974), autor de obras como 'El vano ayer' y 'El país del miedo'.
Francisco Camero / Sevilla

20 de septiembre 2011 - 05:00

Alguien dijo que la revolución no consiste más que en hacer explícita la violencia implícita. Como asintiendo, un personaje de La mano invisible, de profesión albañil, se pregunta para sí mismo por el coste de un edificio medido no en sueldos ni en materiales sino en "dolores, lesiones, desgaste, vértebras castigadas, articulaciones condenadas a una vejez de achaques, dedos aplastados, hernias, traumatismos, escoliosis y de vez en cuando accidentes más graves". Todo aquello que un sueldo -bueno, malo o regular pero por lo general malo- nunca compensará. Con una voz si cabe más dura que en sus anteriores obras, Isaac Rosa (Sevilla, 1974) explora en su nueva novela, editada por Seix Barral, la deshumanización del mundo laboral, "el estado de malestar en el que vivimos la mayor parte de los trabajadores".

No se trata de una "novela indignada" en el sentido 15-M del término, aclara el autor, que presenta estos días el libro dentro del ciclo Letras Capitales del Centro Andaluz de las Letras; aunque admite que esta inquietud, que le rondaba desde hace muchos años por su impacto en la generación a la que pertenece, "se ha agudizado con la crisis". "El deterioro en el mundo del trabajo es cada vez más evidente", por lo que las preguntas que plantea la obra "cobran más sentido" en estos momentos: "¿Por qué somos dóciles y sumisos, por qué padecemos situaciones insoportables que sin embargo aguantamos?". Para plantearlas, el autor de La malamemoria, El vano ayer, ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! y El país del miedo reúne a doce trabajadores en un polígono industrial.

Todos han acudido allí tras responder a una extraña oferta de trabajo. Se les pide que hagan su tarea, la que siempre han hecho, hasta aquí todo normal, pero ocurre que ni siquiera saben quién los ha contratado y además son observados durante todas sus jornadas por los espectadores que ocupan un graderío confundido entre las sombras de la nave industrial donde se reproduce este intrigante teatro. En él realizan sus labores mecánicamente, mientras los pensamientos y los problemas atraviesan como flechas el vacío de su rutina, hasta que el conflicto estalla. Ante las cada vez más agresivas exigencias de su enigmático patrón, los trabajadores encarnarán todo un muestrario de actitudes posibles ante la humillación y la explotación, desde la solidaridad hasta la ruindad.

Menos uno de ellos, que es informático, todos los demás actores de este espectáculo de la alienación desempeñan oficios tradicionales: uno es carnicero, la otra es costurera, otro es camarero, aquélla es operaria de montaje... Elecciones muy conscientes y que tienen que ver con una de las interpretaciones del título. "La novela reivindica el trabajo frente al capital. El trabajo es la verdadera mano que mueve el mundo. He querido hablar del trabajo físico porque, aunque a veces caemos en el espejismo de que ya no existe, sigue siendo necesario para llevar la vida que llevamos; todo lo que nos rodea tiene detrás una cantidad de trabajo enorme, pero no lo vemos". Otra interpretación, "la más reconocible", hace alusión a las tesis de Adam Smith, esa mano invisible que se supone que regula toda actividad económica "aunque hoy vemos que la mano del mercado es más negra que invisible".

Ganador de algunos de los premios más prestigiosos de la literatura en español, entre ellos el Rómulo Gallegos, el sevillano imprime de nuevo una notable densidad ensayística a su novela, aunque en esta ocasión el peso de las reflexiones se integra más en la (exigente) narración, en las voces de sus personajes, que en algunos pasajes percuten sobre sus conciencias casi obsesivamente. "Aunque suele verse más el aspecto político y social de mis novelas, por supuesto que tengo intereses literarios, formales, artísticos si quieres. La literatura que quiero hacer, y la que me interesa como lector, es aquélla que no da la espalda a cuanto de conflictivo hay en nuestro tiempo. Creo que los autores, cuando hemos conseguido una cierta atención, tenemos una responsabilidad. Y echo de menos ese ejercicio de responsabilidad por parte de los creadores; que deberían exigir también los lectores. Cuando me planteo si los novelistas estamos a la altura de lo que se espera de nosotros, tengo el resquemor de que no lo estamos".

Isaac Rosa cree en la literatura como "arma de intervención social, en su capacidad de abrir debates y de participar en los ya existentes". Dice que "el mayor elogio" a su obra se lo hizo Antonio Ferres, integrante de la generación de la berza, el nombre que los partidarios de planteamientos más esteticistas acabaron por imponer a los escritores del realismo social de los años 50 y 60. "Me dijo que El vano ayer era el tipo de novela que habrían escrito ellos si les hubieran dejado seguir escribiendo y evolucionar; si no los hubieran expulsado de la literatura". También defiende a Jesús López Pacheco: "Es una tradición a la que yo querría vincularme. Por supuesto que hubo malas novelas sociales, como las hay malas de otro tipo", dice el autor, que es joven pero nunca ejerció de y siempre ha ido por libre en este sentido. Y además no comulga con la proliferación de novelas que "se cierran tanto a la realidad, que al final la realidad no es más que el propio escritor y su novela". Lo entiende como algo "significativo" en un un contexto en el que "la literatura dominante ha ido desactivando su capacidad crítica", lo que explica su "lugar irrelevante" en la sociedad de nuestros días.

A pesar de todo, asegura, él seguirá sin desviar la mirada de una realidad que "aterroriza": "En pocos meses estamos liquidando, para nosotros y para las próximas generaciones, cosas que ha costado décadas conseguir". "Soy pesimista. No sé cuál es la salida... Hay una posibilidad, que no es la más deseable: de tanto apretar las tuercas, éstas pueden acabar rompiéndose", dice el escritor, que sin embargo también es consciente de que, por evitar pensar en el problema "mientras éramos guapos y felices", los españoles se enfrentan a una "paradoja terrible: cuando más evidentes son los motivos para la rebeldía, más difíciles son las condiciones para manifestarla".

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