En busca del fuego

La traductora María Belmonte publica una excelente colección de estampas biográficas que recrean los pasos de nueve viajeros por Italia y Grecia

Uno de los 'peregrinos' del libro: Wilhelm von Gloeden, "fotógrafo de la Arcadia".
Ignacio F. Garmendia

19 de julio 2015 - 05:00

PEREGRINOS DE LA BELLEZA. VIAJEROS POR ITALIA Y GRECIA

María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2015. 320 páginas. 20 euros

Llevados por el deseo o la necesidad, en el caso de los enfermos, de disfrutar de climas más cálidos, pero también para conocer sobre el terreno los tesoros de la Antigüedad y como un rito de paso antes de la entrada definitiva en la edad adulta, centenares o miles de jóvenes de los países nórdicos emprendieron la ruta del Mediterráneo en un viaje de iniciación que lo era también en el tiempo, a las raíces de la cultura europea. Desde el siglo XVIII, el llamado Grand Tour era una etapa casi obligada en la formación no sólo humanística de los estudiantes, los artistas o los aventureros, con Italia y después Grecia como destinos preferentes. Provenían de países tempranamente industrializados y buscaban o encontraron, además, una forma de vida -pobre pero pintoresca- que en muchos aspectos apenas había variado durante siglos y llamaba la atención por la libertad o la tolerancia en materia de costumbres (ajenas) o la inclinación hedonista de los nativos, aunque había un alto porcentaje de subjetividad en sus impresiones. Eran también los inicios del turismo, todavía minoritario, y no todos los visitantes se mostraban igualmente sensibles, pero algunos de ellos, los más devotos, fueron, en efecto, "peregrinos de la belleza", que veían tanto en los paisajes o en las ruinas como en las gentes.

Sobre un tema muchas veces abordado, María Belmonte ha escrito un libro hermoso y apasionado -como debido a filohelena- que combina el ensayo, la semblanza biográfica y el apunte viajero, en las dosis justas para que el conjunto adquiera un tono personal -cuando narra sus propias visitas a los solares antiguos, tras la huella o de la mano de sus "mentores", o alude a hitos de su itinerario como la temprana lectura de la Mitología griega y romana del profesor Steuding, publicada en España por Labor, un breviario de grato recuerdo para otros niños fascinados por el mundo clásico- sin dejar de obedecer a su propósito eminentemente divulgativo. Cita la autora el Viaje a Italia de Goethe como uno de los libros fundacionales de una tradición que en su recuento -nueve estampas recogidas en dos partes, localizadas en las dos cunas de la civilización grecolatina- arranca con Winckelmann, padre del neoclasicismo y fuente de inspiración para generaciones de creadores o estudiosos de todas las disciplinas, a la vez que mártir -fue asesinado en circunstancias oscuras- del homoerotismo asociado a quienes entre aquellos, como dice Belmonte, apreciaban por igual los efebos de mármol y los adolescentes de carne y hueso, a veces sin conflicto, a veces de forma trágica.

Junto a escritores célebres como D.H. Lawrence, Henry Miller, Lawrence Durrell o Patrick Leigh Fermor, el maravilloso Paddy, comparecen otros menos divulgados como Axel Munthe, Norman Lewis, Kevins Andrews o el fotógrafo Wilhelm von Gloeden, que fue muy popular por sus impagables retratos 'artísticos' de los muchachos de Taormina, en Sicilia, donde halló un paraíso en el que recrear su idea de la Arcadia. Herederos de la fascinación que sintieron Goethe o Winckelmann, el historiador Gibbon o los poetas Byron y Shelley -"¡Todos somos griegos!"-, los 'peregrinos' retratados por Belmonte sucumbieron al magnetismo de unos escenarios siempre aurorales, cargados de pasado pero extrañamente nuevos. No eran sólo el legado visible o las mil historias y leyendas vinculadas a cada palmo de tierra, sino también la sensación de recorrer o de habitar lugares excepcionales y no necesariamente prestigiosos, el privilegio de acceder a lo que interpretaban como una realidad más verdadera o genuina.

Cita Belmonte las palabras de la protagonista inglesa de Una habitación con vistas, la novela florentina de Forster: "El sortilegio de Italia estaba haciendo efecto sobre ella y, en lugar de adquirir conocimientos, empezó a sentirse feliz". Por encima del esteticismo, de los parajes encantadores o de los templos recortados contra cielos inconcebiblemente azules, lo que atraía a los viajeros del Norte era esa promesa de una felicidad primordial en entornos que juzgaban incontaminados o más cercanos al sueño de una existencia armónica donde el arte y la naturaleza, pero también las pasiones no intelectuales o contemplativas, se dieran la mano. El "mundo mediterráneo como destino" no ya geográfico, sino vital, abierto a la posibilidad de una plenitud tan espiritual como física, de acuerdo con la mejor filosofía antigua. Era esa luz, ese fuego, lo que buscaban, cada uno a su manera. Es lo que buscamos también -lo que seguimos buscando- quienes hemos nacido en las tierras ribereñas.

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