Eduardo Mendicutti: “Si alguien va a cambiar este dichoso mundo, serán los disidentes”

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El autor sanluqueño presenta este jueves en Jerez ‘El fenómeno Minerva’ (Tusquets), una novela sobre las heridas por los agravios del pasado y el peso de los deseos reprimidos.

Queridas cosas viejas

Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, 1948).
Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, 1948). / Candela Núñez

“Ya sé que la votación será muy igualada, eso lo tengo bien metido en el sotanillo del triquitraque, más vale ir escocida desde casa que llevarse sorpresas desagradables. Y más me vale, de momento, apretarme un poquito la lengua y la gesticulación como pueblerina en convite de postín. Es que hay que ver cómo son algunos propietarios. Allí todo el mundo es heredero de, viuda de no se sabe muy bien de qué”. Minerva Montalbán ha regresado a La Algaida con un propósito: convencer a la comunidad de un bloque de pisos para abrir en el semisótano “un elegante bar de copas”. Pero la irrupción de esa “mujer guapa y distinguida, nada macarra”, que antes respondía al nombre de Sergio García Montes y que arrastra el rencor por los agravios del pasado, coloca a sus vecinos ante un espejo y los enfrenta a los deseos reprimidos y a las mentiras que se han dicho hasta entonces. Un examen de conciencia que tiene el apocalipsis como trasfondo, una borrasca que desata la lluvia más salvaje. Eduardo Mendicutti publica El fenómeno Minerva (Tusquets), una novela en la que el veterano prosigue con su reivindicación de los disidentes, su lenguaje desbordante de vida y su ingenio siempre lleno de hondura. Este jueves, a las 19:30, el autor presentará su nueva obra en la sede de la Fundación Caballero Bonald, en Jerez, acompañado de José Jurado Morales. Antes, Mendicutti concedió a este periódico una entrevista en Sanlúcar de Barrameda.

Pregunta.–En la Nota final asegura que las transexuales tienen “derecho a la ira, a la combatividad, a la venganza”.

Respuesta.–Hoy salen en programas de televisión transexuales que hacen un trabajo muy meritorio, pero correcto y comedido, y yo creo que las transexuales tienen derecho a la protesta, a la disidencia ruidosa. Será porque yo estoy mayor y muy gruñón, pero a mí me gustan las transexuales que tienen coraje. Y por eso me gusta Karla Sofía Gascón, porque aunque no sea correcta ha demostrado un carácter duro, áspero. No está amaestrada. La encumbraron porque vieron en ella un símbolo, una abanderada, y ahora que se reveló que no era un compendio de virtudes la tratan como a una apestada.

P.–Minerva afirma al final de su viaje: “El mundo será nuestro, de las trans”.

R.–Yo creo, estoy convencido, que si alguien va a cambiar este dichoso mundo serán los disidentes. Los disidentes que son capaces de enfrentarse a las cosas, como las transexuales. Y si entran en la rueda de lo políticamente correcto estamos perdidos. Cuando yo era joven, un escritor me dijo: “Te gustan mucho los transexuales”. Daba a entender quizás que me gustaban también sexualmente, y no era el caso. A mí me interesa el personaje, su manera de ser, su manera de hablar. Me inspiran porque en circunstancias difíciles salen a flote con humor y con gallardía. Yo confío, como digo, en que las transexuales y la gente de los márgenes revienten las costuras del mundo tal como lo conocemos. Ahí, entre los disidentes, entrarían las mujeres: los gays han luchado porque tenían el ejemplo de las mujeres, que supieron abrirse camino y enfrentarse a mucha sociedad biempensante que se asustaba si ellas eran libres y daban la cara. Yo no tengo imaginación, y para escribir necesito modelos que me estimulen, y esos modelos han estado siempre ahí.

Me gusta Karla Sofía Gascón porque aunque no sea correcta tiene coraje, no está domesticada”

P.–Uno de los personajes, el padre Covarrubias, lamenta que “este empeño mío en parecer siempre buena persona es una invitación permanente a que abusen de mí”. La bondad no tiene buena prensa, ni en el mundo real ni en su libro...

R.–Un par de lectores, de hecho, me han dicho que todos los personajes son malos... La Minerva es un poco bicho, pero lo que le pasa a ella es que se siente identificada con la borrasca que toma La Algaida en esos días. Pero la bondad no tiene buena prensa, no. La gente que tiene un corazón noble no se entiende, a esas personas se les pide que tengan mala leche, que despierten. Mi padre era bondadoso, y yo no lo comprendí nunca, y bien arrepentido que estoy de ello ahora que ha pasado el tiempo y yo tengo otra visión de las cosas.

P.–Cuando hablamos por un libro anterior, Para que vuelvas hoy, sostenía que cuando aborda un personaje está contando inevitablemente la historia de este país. ¿Hasta qué punto El fenómeno Minerva puede leerse como una respuesta al presente?

R.–En cada una de mis novelas ha estado este país. Y ahora el momento es difícil, yo estoy enfadado todo el día. Oigo unos discursos que cuesta aceptar a estas alturas. Hay mucho abascalito que repite las ideas del Abascal grande, y no quiero nombrar a Isabel Díaz Ayuso, aunque, ya ve, aquí estamos hablando de ella. Hoy los políticos nos dicen que puedes ofender al otro, y que no importa, pero mi personaje, Minerva, está herida por todo lo que le hicieron. Debemos pensar que los actos, las palabras, tienen consecuencias.

Eduardo Mendicutti, en la librería Fórum de Sanlúcar de Barrameda.
Eduardo Mendicutti, en la librería Fórum de Sanlúcar de Barrameda. / Candela Núñez

P.–Retrata una playa invadida por los plásticos y una meteorología enloquecida. El cambio climático asoma por estas páginas, pero se resiste a definir la novela como política.

R.–El fogonazo de esta historia me vino cuando hubo granizo en Sanlúcar, algo nada habitual por aquí, que todo estuviera cubierto de blanco. Alguien grabó una escena que salió en la tele: un hombre se refugió en un bar en la Plaza del Cabildo, se ajumó, se emborrachó, y anduvo hasta su casa dando traspiés y cayéndose por los setos. La mujer, desde una ventana, le decía unas frases muy graciosas, que lamento que no se me quedaran. En el libro hablo desde el comienzo de la tormenta, las inundaciones, los vientos, las tempestades, las mareas. Por mucho que me resista a las etiquetas yo creo que toda novela es política, y cuando el autor niega que lo sea lo es también, porque hablamos de un libro domesticado, de derechas, que defiende cumplir siempre las reglas y no salirse nunca del tiesto. Hay mucha novela así, y yo no puedo con ellas, aunque supongo que habrá mucha gente que se atragante con las mías.

P.–En la faja que acompaña el libro se lee: “La vuelta a la novela de un escritor que rompió tabúes”. ¿Está de acuerdo?

R.–Eso es una ocurrencia de los editores, pero... hice cosas que no se habían hecho. Poner humor en este asunto, en el asunto gay, era un riesgo, porque te tomaban por frívolo. Y yo lo que intentaba era afrontar el daño, tal vez no de una manera consciente, lo hacía de forma intuitiva. Mucha gente me ha dado las gracias porque se han visto en mis obras, y han comprobado que sus historias se podían contar de otra manera, con menos drama. En eso, en la respuesta de los lectores, yo estoy contento. Me enorgullece haber servido de referencia para mucha gente. Hace poco publicaron un libro que se llama Yo no tengo la culpa de leer a Mendicutti, en el que una serie de autores escribían relatos a mi manera, que montaron con mucho cariño y que presentaron en el Cervantes, donde soltaron algunos disparates sobre mí que me daría vergüenza repetir aquí, porque yo me ruborizo si me dicen elogios.

P.–Usted sigue riéndose, pese a todo. El libro tiene pasajes muy divertidos...

R.–El público puede leer mis novelas superficialmente, pero si se sumerge en ellas comprenderá que hay gente maltratada, marginada, fastidiada por la sociedad o por su propia historia, y eso va saliendo a la luz por chisporroteos. Ese dolor también es mío, pero de una manera sutil, que ni yo sospechaba. A mí me ha pasado algo curioso: yo pensaba que no había sufrido bullying o discriminación por ser gay, no lo recordaba, pero al regresar a Sanlúcar me he dado cuenta de que sí, que esas situaciones se dieron. No sé si porque yo era un botarate y no sentía nada, o con el tiempo han salido momentos que yo no había querido recordar. Como el humor y la disidencia, el olvido de lo que duele es otro mecanismo de defensa.

P.–Uno de los personajes apunta: “Detesto el costumbrismo lingüístico, así que, si vives en un lugar como La Algaida, más te vale andarte con mucha cautela para no contagiarte”. ¿Hasta qué punto el sur ha condicionado su escritura?

R.–Pues el otro día vi un documental sobre los Álvarez Quintero [Sembrando sueños, dirigido por Alfonso Sánchez], y aparecían opiniones de Cernuda y de autores de ese nivel a favor de las obras de los dramaturgos, tan incomprendidos en la perspectiva de hoy. A mí alguien puede leerme y decir que yo planteo escenas pintorescas como los Quintero, y ojalá lo hiciera yo igual de bien. Sus textos tienen un fondo de dolor, que se salvan por la gracia y por el lenguaje. Todo eso me interesa.

Poner humor en el asunto gay como yo hice tenía un riesgo, porque te tomaban por un frívolo”

P.–¿Cómo se lleva con las adaptaciones de sus libros al cine? El palomo cojo, de Jaime de Armiñán, y Los novios búlgaros, de Eloy de la Iglesia.

R.–El otro día proyectaron en La Jara El palomo cojo, que es una película costumbrista, lo que me parece bien, que en su momento me pareció horrible y con la que me reconcilié más tarde. Jaime de Armiñán, que después fue amigo mío, hizo una película amable, y la amabilidad tiene muy mala prensa, yo precisamente no buscaba que una obra mía fuera amable. Y lo que proponía Eloy de la Iglesia con Los novios búlgaros me gustó más, me hacía más gracia, porque era más disparatado. Eloy me contó una vez que había querido producir El palomo cojo, y habría salido algo muy distinto, más loco. Una vez estuve en un coloquio de la televisión con gente que adoraba El palomo cojo y odiaba Los novios búlgaros, así que todo depende del punto de vista.

P.–“La sinceridad es un disfraz de la grosería”, se lee en la novela. ¿Lo suscribe?

R.–Ahora me está cambiando el carácter y me estoy volviendo muy cascarrabias, y digo cosas que antes no decía, porque era pudoroso. Toda la vida he sido muy tímido y me he puesto siempre muy colorado, y ya se me ha pasado, porque ya es hora de que se me pase. Pero odio la sinceridad a ultranza. Cuando alguien te comenta, restándole importancia, que es un dolor en el culo para los demás, lo siento, tú eres un impertinente y un grosero. Cuando la honestidad te lleva a ser desagradable, igual, con perdón, puedes meterte esa franqueza donde te quepa...

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