La envidia de Meetic

Crítica de Música

Chano Domínguez y Niño Josele.
Ángel Vázquez

08 de julio 2015 - 05:00

CHANO & JOSELE

Piano: Chano Domínguez. Guitarra: Niño Josele. Fecha: lunes 6 de julio. Lugar: Gran Teatro. Casi lleno.

Se quieren. Y se les nota. Tienen esas chiribitas en la mirada, y en las notas, que da el amor. Cuando sobre el escenario uno habla del otro lo hace con indisimuladas mariposas en el estómago, con adjetivos de corazón. No hay divismo, plegados sobre su relación para exprimirla mientras dure. Les importa un bledo el qué dirán, como antes le importó poco a otros que se metieron en los charcos a sabiendas de que serían llevados ante Pilatos. Son Chano y Josele, unidos por un presentimiento de Trueba. Nos regalaron una noche elegante, inteligente, hermosa, emotiva, plagada de vericuetos emocionantes en los que el jazz y el flamenco jugaron al escondite por entre un encantado bosque en el que el piano y la guitarra expusieron sin pudor un idilio íntimo que nos pareció tan extasiante como alejado de cualquier empalagosidad. No era la calidez de los 45 grados del Bulevar donde está el teatro, era otra calidez, difícil de describir a quien no escuchase el lunes su duelo de melodías y ocurrencias; su caricia.

Tocando juntos es como cuando esos enamorados hablan horas por teléfono y al final se pelean para ver quién es el que cuelga el último. Y cuelgan porque no queda más remedio. Sin más abalorios que los que ya traían de siempre en sus maletas, Josele y Chano deslumbraron en el Festival de la Guitarra con una conjunción que recuerda otros míticos grandes romances entre dos géneros condenados, como vimos, a entenderse, por contener a manos llenas pellizco, improvisación, quejío y alma. Chano hace de portavoz y coloca anotaciones a pie de tema. Josele le mira serio como diciendo…: "Tú habla que ahora la vamos a liar otra vez". Son las cosas del querer. Cosas que suenan a Al Di Meola, McLaughlin, Evans, De Lucía, Davis, Coltrane…, y que nos ponen la carne de gallina.

Desde el arranque mimado de Django ya se presentía el placer. Luego llegaron Legrand o Beatles para que ambos continuaran dando puntadas con hilo de oro a un repertorio que se detuvo en el tiempo cuando cada cual honró al otro versioneándole una pieza. Y de ahí a los ritmos de Brasil con Jobim o Vinicius como convidados en una fiesta que fue, con Mancini o Gongaza como objetivos, desdiciendo la idea popular de que la guitarra y el piano son difíciles de congeniar. La pareja va como la seda sobre el escenario, sin calzador, unísona, alejada de protagonismos, tiñendo con sus respectivas personalidades cada ronda, ungida por algún sacramento que les ha unido ya para siempre con este repertorio que les hace volar y que suena a contemporaneidad, a espontaneidad, a libertad y a homenaje cuando en los bises invocan a Paco de Lucía. No es fusión. Es interacción, préstamos de recursos, intercambio de entendimientos, cruce de puntos de vista. Esa dualidad evolutiva se cimenta necesariamente sobre la técnica que cada uno ha ido guardando en su alforja, que es mucha, pero de nada serviría sin la valentía para internarse sin miedo hasta las trancas en el pantano de su pasional relación sonora. Ya quisieran los algoritmos de Meetic tener la intuición de Fernando Trueba.

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