Un hombre apasionado

Letras Un clásico recuperado

Acantilado publica 'Vida de Tolstói', una semblanza del autor ruso escrita por el francés Romain Rolland que indaga en el alma conflictiva de un escritor irrepetible

Braulio Ortiz

06 de enero 2011 - 05:00

Entre las publicaciones que ha impulsado el centenario de la muerte de León Tolstói hay que celebrar la recuperación por parte de Acantilado de la semblanza que Romain Rolland realizó del novelista ruso, no sólo por la belleza del texto, un prodigio de concisión y delicadeza, sino por devolver a las librerías a un maestro de hondas inquietudes morales, Rolland, que tuvo entre sus discípulos a Stefan Zweig -quien escribiría un libro sobre él y siempre reconocería su influencia- y que fue reconocido con el Nobel, en 1915, por el idealismo de su producción literaria y el amor a la verdad de sus personajes. La edición de Vida de Tolstói coincide, además, con otro sentido retrato del autor de Guerra y paz de reciente aparición: El viejo León, de Mauricio Wiesenthal. La distorsión con la que habitualmente se conmemoran los centenarios, y que suele ofrecer visiones reduccionistas de los homenajeados, no ha podido esta vez con la riqueza de matices y la fuerza arrolladora de Tolstói.

Rolland, a quien no le interesaba la disección cronológica, la descripción detallada de los hechos, se muestra más preocupado por reflejar en su vasta dimensión el alma arrebatada del escritor, su ansia de espiritualidad y esa sensibilidad punzante que le empujaba tanto al éxtasis como al abismo. "En cuanto hombre apasionado, tendía a pensar, cuando amaba o cuando creía, que amaba o que creía por primera vez, y decretaba que ese día daba comienzo su vida. ¿Cuántas veces la misma crisis, cuántas veces las mismas luchas en su alma?", se pregunta el creador francés al comienzo de su biografía.

Porque Tolstói fue un espíritu inquieto en busca de un ideal que justificara el recorrido emprendido. Ya en la adolescencia, apunta Rolland, su cerebro se encuentra "en un estado de agitación perpetua", y en un corto intervalo tantea diferentes sistemas filosóficos. "Estoico, se inflige torturas físicas. Epicúreo, se da a una vida de desenfreno. Más tarde, cree en la metempsicosis. Acaba por caer en un nihilismo demente: le parece que, si se gira lo suficientemente rápido, podrá verse cara a cara con la nada". A su carácter voluble le acompaña un físico por el que el joven Tolstói se contempla con complejo: "En aquel entonces era feo como un simio: tenía una cara tosca, larga y pesada; un pelo corto que le nacía casi en la frente; unos ojos pequeños que, hundidos en unas oscuras cavidades, miraban fijamente y con dureza; una nariz ancha, unos labios gruesos y abultados y unas orejas grandes".

La publicación de Infancia le dará la celebridad en toda Europa, pero en esa obra hay "una sentimentalidad dulce, tierna" de la que Tolstói renegará más tarde. Será tras la experiencia de la guerra con Turquía, en su paso por Sebastopol, unos cuantos libros después, cuando el escritor deje atrás ese sentimentalismo, y asome su talento para la observación de los comportamientos humanos. En el segundo de los relatos de Sebastopol, la perspectiva de Tolstói se adentra "en lo más profundo de los corazones de sus compañeros" y, "en ellos, como en él mismo, ve el orgullo, el miedo, la farsa de la sociedad que, aun en el umbral de la muerte, sigue representándose".

Se identifica con sus camaradas en la trinchera, pero no con sus colegas en el mundo de las letras. Rolland indaga en la difícil relación con otros escritores, por los que siente "asco y desprecio". Su amistad con Turguéniev, quien le expresa su admiración, es imposible. "Los dos hombres no podían entenderse. Ambos veían el mundo con idéntica claridad, pero añadían a su visión el filtro de sus almas enemigas: una, irónica y apasionada, enamorada y desencantada, devota de la belleza; la otra, violenta, orgullosa, atormentada con ideas morales, henchida de un Dios oculto".

A Tolstói, en realidad, le repugna que los escritores se crean "una casta elegida, la vanguardia de la humanidad", porque la bondad del autor le empuja hasta el pueblo. Abre escuelas, pero lo hace sin una idea precisa de cuál debe ser la orientación, y fomenta un trabajo más humano en la explotación de sus tierras. Aunque su complejidad de ánimo le impide que sus expectativas se colmen. "Seguía siendo presa de pasiones enfrentadas. Pese a ello, amaba el mundo, lo seguía amando, y lo necesitaba. La búsqueda del placer se apoderaba de él por épocas; en otras era el amor por la acción la que prevalecía", señala Rolland sobre una agitada etapa en la que Tolstói arriesgaba su vida en cacerías de osos y apostaba grandes sumas en el juego, excesos que luego le generaban el remordimiento. La muerte de su hermano Nikolái le sumirá en la oscuridad, y entonces dará la espalda a la literatura. "El arte es una mentira, y yo ya no puedo amar una bella mentira", sentencia desesperado en una carta.

Pero la irrupción del amor salvaría a Tolstói. Su matrimonio con Sofía le proporcionó "una paz y una seguridad que llevaba mucho tiempo sin conocer". La llegada de su mujer a su vida fue determinante para su obra: ella "aportó a ese genio la riqueza del alma femenina, que él aún no conocía", y en la estabilidad que le otorgó, "bajo el ala del amor", pudo crear dos narraciones capitales en la historia de la literatura, Guerra y paz y Anna Karenina. En la primera se advierte que el novelista creó "con un ardor y una alegría que se transmiten al lector"; la segunda, sostiene el biógrafo, es "una obra más redonda", pero Rolland echa en falta "esa llama de juventud, ese frescor del entusiasmo".

La sensibilidad de Tolstói volvía a pasear, involuntariamente, por las tinieblas. "La verdad era que la vida es un despropósito. Había llegado al borde del abismo y veía claramente que delante de mí no había nada, sólo la muerte", expondría en Confesión. El autor sabía que la existencia sólo tenía sentido "mientras se está ebrio de vida; en cuanto se pasa la embriaguez , es imposible no ver que todo no es más que un engaño". La verdad estará en consagrarse al trabajo, junto al pueblo, y recobrar la fe. "Recordé que únicamente vivía cuando creía en Dios (...) Y cuando tuve ese pensamiento, de nuevo se agitaron en mí unas alegres olas de vida".

Tolstói elegirá la fe como la opción para salvarse a sí mismo -"su revolución", dice Rolland, "tiene una envergadura bien distinta de la de los revolucionarios: es la de un creyente místico de la Edad Media que espera que pronto llegue el reino del Espíritu Santo"- pero su redención le exigirá pagar un alto precio. Dividido entre el afecto a su familia, que no comparte su religiosidad, y el amor a Dios, el escritor emprenderá una huida por los caminos en la que le sobrevendrá la muerte. Dejaba atrás 82 años de una "trágica y gloriosa pelea" en la que participaron "todas las fuerzas de la vida, todos los vicios y todas las virtudes. Todos los vicios, salvo uno, la mentira, que Tolstói persiguió sin cesar y arrinconó en lo más profundo de su corazón".

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