La imposibilidad del héroe

André Malraux se acerca en 'El demonio del absoluto' a la figura de Lawrence de Arabia, personaje con el que el autor comparte una biografía errante y aventurera

La imposibilidad del héroe
Manuel Gregorio González

02 de junio 2009 - 05:00

En Un héroe de nuestro tiempo, Lermontov nos presentaba a Pechorin, un hombre excepcional, triunfante, valeroso, cuya alma, sin embargo, vivía anegada ya por el escepticismo. Se inauguraba así la figura del héroe trágico, del solitario abrumado por la melancolía, de tanta fortuna hasta nuestros días. Un siglo más tarde, André Malraux, aventurero él mismo, nos propondrá como héroe, como mito moderno, a Thomas Edward Lawrence, aquel personaje extraño, enérgico y menudo, que dio en llamarse Lawrence de Arabia. Como arqueólogo, Malraux había expoliado alguna región de Oriente; como aviador, comandó una escuadrilla al servicio de la República española. Más tarde, sería miembro destacado de la Resistencia. Lo cual no le impidió, ganada la contienda, aceptar un ministerio con De Gaulle. Éste es el singular autor de las páginas que hoy comentamos. Por su parte, el comandante Lawrence, nuevo Pechorin, fatigó las infinitas arenas de la península arábiga, sin que la sensación de impostura, sin que la sospecha de duplicidad, abandonaran nunca su labor al frente de aquellas tribus en la Grand Guerre.

Sin lugar a dudas, Malraux escribe El demonio del absoluto por una íntima vinculación, por una similitud que él cree encontrar entre la vida del oficial inglés y su propia vida atropellada y errante. De otro modo, nadie consumiría años y años, como él hizo, en abocetar el misterio de un hombre tan hermético y sagaz como indomable. De hecho, El demonio del absoluto es el borrador, la recopilación inconclusa de unos escritos que el francés acumuló durante décadas, sin que la muerte le dejara finalizar su trabajo. La principal característica de Lawrence quizá fuera esa suerte de impasibilidad con que afrontó su destino; también una cierta tendencia a la anulación, a la negación, a la inexistencia y el adelgazamiento de la propia vida. La virtud caudal de Malraux, sin embargo, fue la persistencia, un apasionado discurrir por los secretos de otro, que al tiempo eran autobiografía embozada y exégesis de uno mismo. En este sentido, mientras que Lawrence explica, en el primer capítulo de Los siete pilares de la sabiduría, la imposibilidad de convertirse en aquello que soñó (un igual entre los árabes devorados por el desierto), así como el perdurable sentimiento de vacío que lo acucia, más la forzada doblez de quien no pertenece a ningún sitio, Malraux ensaya la naturaleza del mito en el prólogo que antecede a El demonio del absoluto. Es decir, uno da fe inmediata de sí mismo, mientras que el francés intenta elucidar, no sólo aquello que mueve sus días, sino el misterioso resorte que impulsó a alguien como Lawrence, o a un legendario Ulises, a explorar tierras lejanas y atravesar el mundo sin descanso.

¿Qué es este demonio de lo absoluto según Marlaux? La necesidad de ser otro, la persecución de lo extraño, pero sentido como propio y hacedero. En esta búsqueda imposible, el aventurero abandona cuanto ha sido, y marcha en pos de una libertad soñada y del azar sin límites. Naturalmente, el aventurero siempre pierde en este pulso con la Fortuna. Pero es el hecho mismo de plantear el pulso, y no un triunfo anodino, lo que en última instancia impele al hombre a la aventura. No es casualidad, en cualquier caso, que tanto Malraux como Lawrence sintieran una inusitada curiosidad arqueológica. Pues con la Arqueología, en el XVIII-XIX, no sólo nace el conocimiento de un pasado. Nace, también, el deseo de otras tierras, el sueño de otras latitudes, un impulso de fundirse con lo lejano y exótico, cuya influencia pesa en el imaginario occidental desde hace ya más de tres siglos. En esta perspectiva hay que explicar el avatar geográfico y la empresa intelectual de ambos hombres. Sin la apetencia por el misterio, sin el reclamo de lo paradisíaco, sin la sugestión de lo auténtico -de lo pintoresco en suma-, la vida de Lawrence y Malraux hubiera sido radicalmente distinta. Pero es la ciencia moderna, la Arqueología, la Antropología, la Historia, y no un esoterismo impúdico, quien abre esta ventana hacia el abismo.

Inesperadamente, los saberes de la antigüedad traían consigo la posibilidad de otra existencia. Y ello implica, en cierto modo, la nostalgia de un paraíso perdido. La Atlántida funciona como tal desde hace milenios, y aún hoy se le sigue buscando un lugar en el mapa. No sería descabellado pensar que ése fuera el íntimo deseo de ambos, del indómito Lawrence y el palaciego Malraux: la pureza de no ser, un despojarse de lo real para adentrarse, con violencia y temblor, en una selva adánica y primera.

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