Mujer en fuga
Poco tiempo en cualquier lugar | Crítica
Páginas de Espuma publica una selección de las cartas de Katherine Mansfield, editadas por Patricia Díaz Pereda, en las que la autora neozelandesa dejó un autorretrato sin retoques
La ficha
Poco tiempo en cualquier lugar. Cartas 1903-1922. Katherine Mansfield. Ed. y trad. de Patricia Díaz Pereda. Páginas de Espuma. Madrid, 2024. 264 páginas. 27 euros
La “vida breve” de Katherine Mansfield, como la calificó Pietro Citati en el título de su excelente semblanza de la escritora neozelandesa, reeditada por Gatopardo con motivo del reciente centenario de su muerte, duró apenas 34 años en los que no dejó de moverse de un lado para otro, buscando al final un clima más propicio para sobrellevar la tuberculosis que acabaría con ella en 1923. Su mitificado itinerario comprende una acomodada infancia en la colonia natal, la decisiva adolescencia en Londres –que le fascinó en esa primera estancia, pero donde no terminó de encajar cuando volvió para integrarse en la vida literaria– y una posterior errancia por múltiples casas o alojamientos en Inglaterra, Francia, Italia o Suiza. El perpetuo desarraigo, sumado a una personalidad esquiva y enigmática que seducía y desconcertaba, no le impidieron convertirse en la gran renovadora de la narrativa breve que incorporó al modernismo y que gracias a su prestigio e influencia abandonó el terreno de la literatura ‘menor’ para formar parte de literatura a secas. Esto es lo que importa y no su leyenda, pero el hecho es que la tuvo y que bajo el relato más convencional y difundido se ocultaba lo que Claire Tomalin, en el título de su también ineludible biografía, publicada en España por Circe, llamó “una vida secreta”.
Fue su marido, el editor John M. Murry, el artífice de la romantización de su imagen póstuma
Fue su marido, el editor John Middleton Murry, el principal artífice de la romantización de su imagen póstuma, como responsable de la selección del ‘Journal’ (1927) –en realidad acopio, convenientemente expurgado, de borradores y notas personales– y de una edición de las cartas (1929) que no incluía las que se alejaban de su idea de la “pureza” desvalida. La verdadera Katherine Mansfield, sin embargo, era una mujer compleja que no encajaba en ese molde ni en ningún otro. Tenía un carácter fuerte, apasionado y rebelde, no se interesó en absoluto por la vida doméstica, encadenó las relaciones con amantes de ambos sexos –nada infrecuente en la desinhibida constelación de Bloomsbury, con la que tuvo contacto pero a la que no perteneció en sentido estricto– y distó mucho de ser la criatura etérea y casi angélica retratada por su viudo. Es la perspectiva que defiende Patricia Díaz Pereda en su propia selección de cartas, cuyo título, por lo dicho bien escogido, remite a una frase que Mansfield dirige a una de sus corresponsales, la sin par Lady Ottoline Morrell: “Una siempre vive poco tiempo en cualquier lugar”. Al margen de su propensión al nomadismo, la Katherine real, a quien la traductora define como ‘outsider’, era una mujer impetuosa, atrevida e inquieta que no se compadece con el doliente estereotipo.
La doliente Mansfield, acuciada e insatisfecha, era también alegre, chispeante y mundana
Se trata en parte de la misma relectura que avanzaba Juani Guerra en su edición de los ‘Relatos breves’, publicada por Cátedra, pero aquí podemos sustentarla no en la ficción –donde se reflejan, como escribió Ana María Moix, el aislamiento, la incomunicación, la incapacidad para comprender o ser comprendido– sino en las confidencias reales, volcadas en páginas que en buena medida seguían inéditas entre nosotros. Irónica y a veces maliciosa, a menudo acuciada o insatisfecha, superada por la precariedad y en permanente huida, pero también alegre, chispeante y mundana, así la describe Díaz Pereda y así se autorretrata Mansfield en sus cartas, acompañadas de dos útiles apéndices referidos a los ‘trayectos’ –veinticuatro direcciones entre 1911 y 1923– y a los principales destinatarios de la correspondencia conservada: entre otros, además de Murry, su amiga y confidente Ida Baker, la pintora Dorothy Brett, la citada Morrell, el traductor Samuel S. Koteliansky o Virginia Woolf, la otra gran narradora del modernismo.
Conmueve el modo en que se entregó a la escritura por encima de sus mermadas fuerzas
Más allá de las anécdotas, o de episodios traumáticos como la muerte de su hermano Leslie en la Gran Guerra, el efímero primer matrimonio –duró menos de un día– o la pérdida del hijo no nacido, conmueve el modo en que Mansfield se entregó a la escritura por encima de sus mermadas fuerzas, la obstinación y la exigencia con la que perseveró hasta alumbrar algunos de los mejores relatos del siglo, entre ellos piezas maestras como ‘Preludio’, ‘En la bahía’, ‘Fiesta en el jardín’ o ‘Las hijas del difunto coronel’, incluidas en las tres recopilaciones publicadas en vida: ‘En un balneario alemán’ (1911), ‘Felicidad y otros cuentos’ (1920) y ‘Fiesta en el jardín y otros cuentos’ (1922), a las que se sumaron las dos aparecidas después de su muerte. A través de esos relatos puede apreciarse el impacto del impresionismo de Chéjov en las literaturas anglosajonas, clave en el nacimiento del ‘modern short story’, pero tan alta filiación no se opone a la singularidad asociada a su manera: sutileza, mínima trama argumental, exploración del interior de las conciencias, construcción en forma de bosquejos o estampas –fragmentos de vida, sin apenas contexto– donde los personajes, no tanto caracteres como estados de ánimo, muestran o sugieren el trasfondo oculto tras la aparente normalidad cotidiana.
Admiración y distancia
Se conocieron a comienzos de 1917, a través de Lytton Strachey, y mantuvieron una cautelosa amistad que oscilaba entre la mutua admiración y la distancia, en parte debida a los celos profesionales. “Tenemos el mismo trabajo, Virginia, y es muy curioso y emocionante que ambas, bastante por separado la una de la otra, persigamos algo tan parecido. Lo hacemos, lo sabes, no se puede negar”, le escribe Mansfield a Woolf sólo unos meses después de su primer encuentro. Aunque compartían mucho, como ellas mismas vieron, y tal vez la idea de la rivalidad se haya magnificado, puede decirse que no hubo entre ellas una conexión íntima. Al poco de conocerla, Woolf la califica ya como una mujer “inescrutable”, y más tarde la define como “una especie de gato, extraño, reservado, siempre solitario”. Mansfield, por su parte, celebra en su distinguida colega “la extraña, temblorosa, centelleante cualidad de su mente”. En el prólogo a la edición póstuma del ‘Diario’, se referiría Woolf a la “inteligencia terriblemente sensible” de Mansfield. Leyendo sus anotaciones, añade, “nos parece estar contemplando a una mente a solas consigo misma”. Pero esa introspección, ese retraimiento que observamos también en los relatos, donde no interviene la narradora, va parejo a una extraordinaria capacidad de observación –compartida con su admirado Chéjov– y a un cálculo muy medido de lo que se dice y lo que se calla.
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