"La literatura es un proceso de sanación: un paracaídas"
El mexicano publica una singular crónica del terremoto que sufrió Chile en 2010
Durante mucho tiempo a Juan Villoro le gustaron los terremotos. Imaginaba, en las duermevelas de su niñez, que su padre era un gigante protector cuyos pasos por el pasillo de casa hacían temblar las paredes de su dormitorio. El reconfortante velo onírico de estos recuerdos adquirió oscuridad y espesor de pesadilla el 19 de septiembre de 1985. Ese día, un terremoto particularmente devastador sacudió Ciudad de México. Varios de sus amigos murieron junto con muchos otros miles de personas, y desde entonces para el escritor "todos los objetos son sismógrafos accidentales".
El 27 de febrero del año pasado, el autor estaba en Santiago de Chile, invitado por una editorial a un congreso de literatura infantil. Esa madrugada le tocó vivir el quinto mayor seísmo de la historia. De 8.8 grados en la escala de Richter, el terremoto removió los cimientos de la capital y del centro y el sur del país -la ciudad de Concepción se desplazó más de tres metros- y acortó en 1.26 microsegundos la duración del día en todo el planeta. A aquellos "siete segundos eternos" les sucedieron decenas de réplicas, pero las mayores de éstas fueron para él las psicológicas. Si durante el fragor se sintió "en un umbral indescifrable entre la vida y la muerte", poco después le consumió la sensación de irrealidad. "No era normal estar vivo. El alma tardaba en regresar al cuerpo", escribe en 8.8: El miedo en el espejo (Candaya), un relato absolutamente personal de aquellos hechos; y una crónica que trasciende sus fronteras genéricas para acabar exponiendo una reflexión acerca de los límites de la voluntad humana, sobre cómo encarar la vida cuando irrumpe lo inesperado, en este caso con la fuerza ciega y terrible de una Naturaleza indiferente.
Autor de novelas como El testigo (premio Herralde 2004) y El disparo de argón; de libros de cuentos como La casa pierde y Los culpables; de ensayos deliciosos como Efectos personales y De eso se trata (ambos literarios) o Dios es redondo (dictado con humor fatalista y memoria prodigiosa por el futbolero irredento que es), Villoro es uno de los escritores más interesantes de su generación en el ámbito hispano, y por descontado una de las voces ineludibles de las letras mexicanas contemporáneas. Su prosa tersa y de ritmo magnético, su empleo de la ironía como elegante analgésico para la melancolía y los dolores íntimos y los poderosos chispazos que delatan su pasión por el aforismo, algunos de los rasgos que definen su manera de mirar y comentar la vida, están presentes en su nuevo trabajo. En él deja constancia una vez más de su pasión por el periodismo, que nunca ha dejado de frecuentar como cronista, crítico o director de revistas culturales.
-¿Qué deberíamos aprender de las catástrofes naturales pero aún no hemos aprendido?
-No solemos estar preparados para la idea de accidente. Es la primera lección que nos da la naturaleza. Todos sabemos que tarde o temprano puede ocurrir algo inesperado, pero vivimos -para tranquilizarnos, o quizás por la arrogancia de pensar que controlamos el entorno- de espaldas a esa posibilidad. Los terremotos nos recuerdan la fragilidad no solamente de la vida individual, sino también de la forma en que reaccionamos colectivamente a la tragedia.
-Dice usted: "Desconfío de los que en momentos de peligro tienen más opiniones que miedo". ¿Es de los que piensan que en estas experiencias se conoce la verdadera cara de las personas?
-Salen reacciones muy extremas, las más generosas y las más mezquinas. Hay una solidaridad que sólo se expresa en ese momento, pero también hay posibilidades de pillaje, abusos, etcétera, que aprovechan una situación excepcional. Creo que en los terremotos no sólo caen los muros de las casas, sino en cierto modo también los de las personas. A mí no se me hubiera ocurrido escribir este libro si no hubiera tenido la oportunidad de hablar con los otros supervivientes en clave muy personal de lo que había pasado. Muchas veces se critica a los corresponsales de guerra que hacen su crónica desde un hotel, y justamente lo que yo traté de hacer es una crónica de hotel, pensando en esa gente que estaba de paso en Santiago y estuvo a punto de quedarse allí para siempre, sepultada por el edificio. Llegó la gente a una sinceridad muy especial: empezaron a contar los presagios que habían sentido, los miedos, las cosas que temían perder... De ese conjunto de voces dispersas surgió el libro. Y también, sobre todo, de la necesidad de sacármelo de encima, como una catarsis.
-Más allá de la literatura gótica o de terror, de sus formas y temas más o menos genéricos, ¿qué papel juega el miedo en la literatura?
-El miedo es precisamente uno de los elementos más característicos de la literatura infantil. A los niños les gusta sentir de manera deliciosa que hay una amenaza. La literatura infantil es el territorio de los ogros, de las brujas, de las casas hechizadas, de los bosques malignos, y ese miedo se supera en el final feliz. En la vida adulta el miedo se niega y se oculta, en ocasiones porque uno considera inmaduro expresarlo. Hay expresiones hedonistas del miedo, como el cine gore o la literatura de terror, pero se consumen pensando que ahí está controlado. Lo raro es que un adulto se abandone al miedo, que reconozca que lo tiene, y que todas sus reacciones dependan de él. Es lo que pasa con los cataclismos. En el congreso habíamos estado especulando teóricamente sobre las posibilidades creativas del miedo, y de repente, como en un cuento de hadas, a las 03:30 de la mañana, la tierra se abrió y nos convertimos en esos personajes de los que hablábamos, y naturalmente nuestras reacciones fueron de lo infantil a lo irracional. ¿Cómo afrontar algo con lo que no se cuenta? De ese elemento imponderable trato de hablar en el libro. Por eso acudí a un cuento clásico, El terremoto en Chile, de Heinrich von Kleist, que trata de la relación entre la providencia, el azar y el destino.
-Su obsesión llegó a tal punto que sólo podía hablar y escribir del terremoto. ¿Había sentido anteriormente esta clase de necesidad imperiosa y acaparadora?
-La verdad es que nunca. Todos los que escribimos de pronto sentimos necesidad de escribir algo, pero no siempre sabemos qué es. De hecho, escribimos un libro para averiguarlo. No, nunca antes me había pasado que un libro, por escribirlo yo, me permitiera dormir, recuperar la vida más o menos normal. Me sentía como un marinero en tierra, mareado por haber estado en alta mar, y sólo al terminarlo pude pacificar este sentimiento. No es un libro de denuncia ni es tremendista; al contrario, es una celebración de la posibilidad de vivir, pero también un asomo a las responsabilidades que conlleva estar vivo.
-En el libro habla de la extraña condición de "víctima omitida", del examen de conciencia que ésta acarrea. ¿Cambió en algo su forma de pensar o de actuar después de esta experiencia?
-Me gustaría pensar que sí. Recuerdo que después del terremoto del 85 en el D.F. mucha gente cambió de trabajo, cambió de ciudad, cambió de pareja, cambió de religión. No se trata de ver una luz como en una anunciación religiosa, sino simplemente de la posibilidad de valorar cada segundo de otro modo, de saber deshacerse de toda la hojarasca. La vida está llena de distracciones. Desde Chile he tratado de ser fiel a mi examen de conciencia. Tengo algunos recordatorios supersticiosos al respecto: por ejemplo, en la tecla de redial [rellamada] de mi teléfono se quedó fijo el número del hotel de Santiago; no he querido repararlo. Algo de mí se quedó allá y no quiero perder esa experiencia. Sí, desde entonces trato de ocuparme de lo que es más importante.
-Por lo que decía antes, deduzco que cree en las cualidades curativas de la literatura...
-Creo que sí, que la literatura es un proceso de sanación. Lo he visto en muchos casos. Yo creo que es como un paracaídas: en momentos normales sólo los espíritus arriesgados lo usan, pero en casos de vida o muerte es capaz de salvar a cualquiera.
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